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Fueron veintitrés las categorías, en una gala televisada en directo por La 2, como los leones y las gacelas. Y definitivamente, algo de eso había; un poco de depredadores -los malos, que son muchos y exógenos-, un poco de agacelado glamour -los artistas, los ... buenos, ellos-. Por si les parecen pocas categorías, de cara al año que viene sugiero algunas nuevas, como por ejemplo el premio al actor que más odia la injusticia, el premio al anhelo más puro de libertad, el de las declaraciones más demagógicas, la subvención más bella, el lazo más amarillo o al abrazo más intenso. Porque fundamentalmente, los MAX son eso: abrazos, muchos abrazos. De productores a actores, de directores a tramoyistas, de regidores a maquilladores, de las señoras de la calle de las Angustias a los angustiados rostros de la alfombra roja. Abrazos y venga abrazos. Besos y venga besos. A mi me agarró en la puerta un argentino que apareció como un cazador; quería bailar un tango. No me soltó hasta que llegó otro con más cara de miedo. Leones. Gacelas. Y el teatro como una sabana trigueña. ¡Ah, la farándula!
Muchas caras que te suenan y no sabes bien de qué, como cuando en plena Gran Vía saludé a una mujer que -para mi vergüenza- resultó ser Martina Klein. Y digo conocidas no porque uno sea habitual del teatro, sino porque lo es de ciertos bares madrileños de dudosa reputación, que es donde en realidad se ve a la gente del teatro y no en los foyeurs. Allí un día vi -abracé- a Fernando Cayo, ayer maestro de ceremonias, que estuvo excelso, con ese outfit entre Napoleón y el Gurruchaga más burlesque.Es lógico parecer Napoleón cuando uno va a autocoronarse profeta en su tierra. Como Concha Velasco – Max de honor-, que no es que profetice, sino que más bien se sienta en el trono de hierro en su tierra, que son todas. Nos tiene ganados. Y más aún cuando termina su discurso con ese profundo «Solo Dios basta». A punto estuve de levantarme y gritar: «Amén». Por cierto, que se anunció un futuro premio para textos de autoría femenina. Espero que se lo den a Santa Teresa. Feministas somos todos.
La gala, más que digna, alternando un bello homenaje a Castilla con un ditirambo a la libertad, que, por momentos, quedó forzada por las gotas demagógicas tan del gusto del gremio, sin llegar en ningún momento a la vergüenza ajena de los Goya. No es fácil traer a escena a Franco -los malos- como antítesis del arte -los buenos- o hacer un alegato por la libertad de expresión cuando tienes un micro en prime time. De cualquier modo, se agradece que Fernando Cayo no quisiera ser un showman graciosete y sacara adelante con solvencia un guion con más cultura que entretenimiento y más arte que espectáculo. Una gala acorde a esta tierra, con alfombra roja, rimmel negro, vestidos largos, mucho azul Klein, selfies y reencuentros. Y orgullo vallisoletano en esos Ginés García, Ana Otero, Charo López, Lucía Quintana, Cristina Calleja, nuestras queridas valquirias y el Nuevo Mester de Juglaría. Pero yo me quedo con David Ruiz, de La MODA. Aún tengo la carne de gallina. Si le veo, le abrazo, por supuesto. Para no desentonar.
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