Una familia. Padres protectores. Hijos extraños. Una específica concentración como una simbólica confrontación entre dos generaciones. Largos diálogos y silencios. También tres monólogos explicativos. Una especie de discusión apuntada en palabras y gestos en un espacio reducido, una especie de jardín, que se amplía en ... momentos. La comida como elemento unificador y los besos y abrazos repetidos hasta el final. ¡Ah! Y los cigarrillos que fuma Verónica Forqué continuamente. No es una obra realista aunque lo parezca. La situación parece eternizarse y el padre es al fin respetado. Son demasiadas rupturas familiares por lo que es la categoría general lo que origina un conflicto superior desde los conflictos particulares.
La pieza es por tanto ambigua, como la propia puesta en escena, un tanto monótona hasta que va avanzando la acción. El tempo lento, la atención a los silencios, el ritual del amor filial, se suceden sin interrupción, solo roto por los tres monólogos en los que los actores dirigen al público.
El padre destrozas el jardín. Luego es abrazado por todos mientras eleva sus manos al cielo. Las peculiaridades de los hijos casi le destrozan pero los ama, ella también aunque de forma menos dramática. Lección, conocer y aceptar a la siguiente generación, en esta especie de meditación.
Con una Verónica Forqué elegante y sobria, la función está pensada para este extraño colectivo y los actores y actrices se acompasan fidedignamente al ritmo lento requerido. Se abusa un poco del «me voy, no me voy», pero desde esta elección estética se pone de manifiesto el conflicto familiar y generacional. En voz queda, no casi gritos, todos dicen su verdad aunque rompan el equilibrio externo. Muchos aplausos como es normal en el Calderón.
Las cosas que sé que son verdad. De Andrew Bowell. Adaptación y traducción: Jorge Muriel. Intérpretes: Verónica Forqué, Jorge Muriel, Pilar Gómez, Borja Maestre, Julio Vélez, Candela Salguero. Dirección: Julián Fuentes Reta. Teatro Calderón
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