'La isla de hierro' (2005).

Rasoulof, entre la alegoría y el cine de combate

El cine fábula poderosamente sugerente de la primera etapa del director iraní ha dado paso a un compromiso con la denuncia explícita y cruda

VIDAL ARRANZ

Valladolid

Miércoles, 24 de octubre 2018, 12:44

Quienes aún conserven reticencias hacia el cine iraní deberían desprenderse de ellas de inmediato y acercarse de inmediato al cine de Mohammad Rasoulof. O, como mínimo, a las dos películas de su primera etapa que se proyectan en el ciclo que le dedica la ... Seminci: 'La isla de hierro' (The iron island, 2005) y 'Los prados blancos' (The white meadows, 2009). Dos grandes y extraordinarios ejemplos de cine fábula y cine alegoría, escritos, especialmente el segundo, con una brillantísima caligrafía visual y en las que el poder de sugerencia, la denuncia, el horror y la belleza caminan de la mano.

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Se trata de dos películas poderosas, que demuestran un ingenio, inteligencia y sabiduría que ningún buen cinéfilo se debiera perder. En cambio, depende ya del criterio de cada cual el entusiasmarse más o menos con la segunda etapa de la obra de Rasoulof, la más explícitamente política y combativa. Una obra como 'Los manuscritos no arden' (Manuscripts don´t burn, 2013) es, sin duda, una película de esas que consideramos políticamente necesarias (pues denuncia la brutal persecución de la disidencia en Irán, tan poco conocida en Occidente), pero sacrifica su interés y vuelo artístico en aras a una apuesta militante por un discurso político explícito y crudo.

Rasoulof pertenece a una generación de cineastas iraníes críticos con el régimen teocrático de su país que se han encontrado con dificultades insalvables para desarrollar su trabajo en un clima siquiera remotamente parecido a la normalidad. Su amigo Jafar Panahi, buen conocido de la Seminci, y responsable del montaje de 'Los prados blancos', es otro ejemplo de artista represaliado. En el caso de Rasoulof, su experiencia personal como una víctima más de los abusos y excesos de la policía política iraní, que se recoge con notable literalidad en 'Los manuscritos no arden', ha sido decisiva para empujarle, aparentemente sin remedio a tenor de sus declaraciones en entrevistas, hacia un cine de combate político que, sin embargo, no nos brinda su mejor versión.

'Los manuscritos no arden' es una película cruda, áspera y terrible, que por momentos recuerda el cine de Costa Gavras, pero que no llega a su altura en cuanto a capacidad de turbación y de análisis. La manipulación psicológica y la tortura psíquica que la película narra funcionan sólo a un nivel descriptivo, que se justifica, por decirlo de algún modo, por el valor periodístico de lo que se muestra. Es el contenido de lo que se nos narra lo que le da valor a la obra; mucho menos el modo de hacerlo. De hecho, la siempre turbia relación entre torturadores y torturados reclama una complejidad superior a la que la película ofrece.

Lo mejor de esta obra viene del lado de los dos agentes secretos que se encargan de hacerle el trabajo sucio al Estado, y que encarnan, con notable precisión, esa idea de la banalidad del mal que popularizara Hanna Arendt. Se trata de dos tipos que se limitan a cumplir con la obediencia debida, y que, si plantean alguna objeción, en alguna ocasión, no es por conflictos morales con su trabajo, sino porque compromete sus preocupaciones y obligaciones familiares. Pueden torturar, matar o intimidar sin sentir el más mínimo remordimiento porque han delegado la responsabilidad moral de sus actos en las autoridades a las que sirven. Y lo hacen, además, convencidos de estar sirviendo a un bien superior. De hecho, uno de ellos repite varias veces a lo largo de la película que no hace ese trabajo por dinero, pese a que lo necesita, y con urgencia, por la enfermedad de su hijo.

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Con todo, la versión más excelsa de Rasoulof se encuentra en el cine de su primera etapa. Que no deja de ser un cine político y de denuncia social, pero servido con una sugerencia que multiplica su significación y su alcance. 'La isla de hierro', una fábula en la que un moderno flautista de Hamelin, el capitan Nemat, conduce con promesas de futuro y bienestar a una multitud de familias sin hogar ni futuro hacia un inhóspito y gris petrolero varado en el mar, para, al fin, sacarlos de allí y conducirlos hacia una nueva tierra prometida, aún más improbable que la anterior, es una alegoría sobre la situación política de Irán, desde luego, pero no sólo eso. La crítica se extiende hacia cualquier régimen o figura providencialista, y alerta sobre el riesgo que subyace siempre en cualquier operación de cesión del propio destino a manos de personas que supuestamente van a saber defender nuestros intereses mejor que nosotros mismos. Por otra parte, es difícil no ver en la imagen de una comunidad humana que vive en un barco que se hunde cada vez más en el mar, y en el que trabajan afanosamente para extraer los restos de petróleo que aún quedan en sus depósitos, una metáfora sobre el dilema ecológico del planeta y la responsabilidad de los combustibles fósiles.

Sin embargo, es la brillantez narrativa de Rasoulof -su capacidad para crear un mundo improbable del que extrae todas sus posibilidades y consecuencias- y su poderoso trabajo con el primer plano, que utiliza para retratar un mundo arcaico, en el que el candor, la inocencia, la superstición y la crueldad conviven sin remedio, lo que permite considerarlo como uno de los grandes creadores del cine contemporáneo.

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'Los prados blancos' (2009).

En todo caso es en 'Los prados blancos' donde el cineasta iraní alcanza unos niveles de brillantez difíciles de superar. Aquí, la capacidad fabuladora de 'La isla de hierro' alcanza su paroxismo y a ella se le unen un tratamiento estético y visual arrebatador. La belleza de Rasoulof nunca es inofensiva o inocua, más bien al contrario, pero su poder plástico es tan apabullante que desmonta cualquier reparo o prejuicio. En esta obra retrata un universo cerrado y arcaico que gira en torno a una marisma de agua inusualmente salada y el conjunto de pequeñas islas que la salpican. Se trata de un universo imaginario, inventado, pero construido con algunos elementos reales del pasado o del presente, y que tiene como protagonista a un hombre encargado de recoger las lágrimas de la gente con sumo cuidado, mediante un procedimiento fuertemente ritualizado y de carácter simbólico, y almacenarlas en una jarra que evoca sin remedio al mundo de fantasía de 'Las mil y una noches'.

Rasoulof recrea con un poderío extraordinario un mundo marcado por el poder del rito y de la tradición, pero desnuda su belleza aparente hasta hacer aflorar el horror que late bajo la calma aparente de un universo social ordenado y en el que todo el mundo sabe cuál es su papel y qué puede hacer, y qué no.

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En su periplo por las islas de la marisma, el recolector de lágrimas se encuentra con situaciones que permiten al cineasta iraní poner en escena el gran tema de su cine: el conflicto entre el individuo, y su libertad, y el poder coactivo de la autoridad. Sea ésta explícitamente política (apoyada en el monopolio de la violencia del gobierno) o social, basada en la convención y la capacidad intimidatoria del consenso y la unanimidad aparente. Un joven que sustituye al cadáver de una joven para escapar; una virgen que se niega a su boda sacrificial con el mar, el mejor esposo posible según le dicen todos; un artista enviado a una peculiar isla prisión por tener la osadía de pintar el mar de rojo, en vez de azul, como todo el mundo sabe que verdaderamente es… son sólo algunos de los personajes de una dramática fábula que seduce no sólo por lo que turbadora hondura de lo que cuenta sino por el sorprendente, hermoso e inesperado modo como lo cuenta. El signo distintivo de un verdadero maestro.

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