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La infancia y la juventud de Luis García Berlanga (1921-2010) fueron una coctelera de pastelerías y acné, de internados y lecturas prohibidas, de cámaras de juguete y películas vistas del revés. Aquellos primeros años en Valencia –hasta que en 1947 se mudó a Madrid ... para estudiar cine– son cruciales para compender algunas de las claves de su mente creativa. Su sobrino nieto, Chechu García-Berlanga, las repasa y destripa en 'El joven Berlanga', un documental estrenado este miércoles en Doc. España, el ciclo de la Seminci.
«Las dos grandes frustraciones de mi niñez fueron no tener una bici de carreras y una cámara de cine», contaba el director. Los Reyes Magos sí que le regalaron una de juguete, pero él quería una «medianamente profesional».
Había descubierto el mundo del cine gracias a su tío Luis Martí Alegre, el hermano de su madre. El tío Luis trabajaba en la pastelería familiar (una de las más famosas de Valencia), pero dejaba volar su imaginación con la escritura de obras teatrales y sainetes. El director Joan Andreu Moragas le propuso llevar al cine uno de esos textos:'El faba de Ramonet' (1933).
Luis acercó a su ahijado y sobrino al rodaje. Aquello le fascinó. Y se sumó a un asombro que había crecido con la llegada del sonoro a Valencia y la evasión que encontraba en una imaginación desbordante.
Con once años, el tímido García-Berlanga vivía acomplejado por el acné y, después de ver 'El hombre invisible', ingeniaba mil tramas para pasar desapercibido. En 1935, después de ver 'El Quijote' de Georg Wilhelm Pabst, en la sala Rialto, tuvo claro que quería dedicarse al mundo del cine. Y que contaría historias muy imbricadas con su particular forma de ver el mundo.
Cualquier experiencia personal se convertiría en material para su universo creativo. Le encantaba pararse delante de un consultorio médico donde exhibían radiografías de pacientes que se habían tragado imperdibles. Ponía la oreja tras el mostrador de la pastelería de su madre para captar el ritmo de los diálogos más cotidianos.
Pasaba las vacaciones de verano en Utiel y Camporrobles, donde conoció las costumbres del mundo rural. En Utiel, la casa del abuelo estaba muy cerca del cine (hoy es un supermercado) y desde allí podía ver la pantalla de proyecciones, pero al revés, lo que le ofrecía una curiosa perspectiva.
Por las noches, se metía debajo de las sábanas para leer con una linterna revistas eróticas ('La traca') o libros subidos de tono, de López Barbardillo. «A los 14 años ya era un viejo verde. Esperaba escondido en la mesa camilla la aparición de unas piernas de mujer, con medias de seda y zapatos de tacón».
De joven frecuentaba los cabarés. Decía que la fascinación por el sado le venía de la «iconografía cristiana» y los mártires. De su paso por la División Azul regresó descreído, con ideología ácrata y liberal. Todo eso, destilado, halló reflejo en sus películas. Hasta su manía de inclir en todas un diálogo que aludiera al imperio austrohúngaro tiene origen en su infancia.
El edificio donde estaba la pastelería fue remodelado y el arquitecto responsable era Francisco Javier Goerlich, hombre clave en el urbanismo de Valencia. Cuando el pequeño Luis preguntó por ese señor de nombre tan raro, su padre le explicó:'Es que es el hijo del cónsul del imperio austrohúngaro'. Aquello se quedó grabado en la mente del joven Berlanga y se convirtió en expresión fetiche.
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