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Yibuti es la ciudad, y el país, donde se localiza 'La mujer del enterrador'. Y Puerto Montt, al sur de Chile, el escenario de 'Mis hermanos sueñan despiertos'. Lugares remotos que necesitan de mapas y localizaciones tras vivir varias horas en ellos en la pantalla ... que nos abduce.
Una extrañeza más para 'La mujer del enterrador': es una película finlandesa. En la producción y en la elección de sus técnicos. Anotamos al director de fotografía, Arttu Peltomaa, que consigue un retrato fascinante de las atiborradas calles de Yibuti, del secarral que la rodea, en fin, de la luz extrema que baña y hace sudar a los protagonistas. El cruce de Estados y culturas es el mismo que ha atravesado el director y guionista de la obra, Khadar Ayderus Ahmed, nacido en Somalia y residente en Finlandia como refugiado desde los 16 años.
Y aunque la mirada sobre Yibuti se construye con un equipo europeo, el director ha puesto su herencia y memoria para que la sensación visual que nos llega emane verdad. Respiramos sus calles, oímos el fragor de las gentes, sentimos la precariedad en la que viven. Otro asunto bien distinto es la historia que se despliega sobre esa geografía. La idea de seguir a un enterrador puede ser ingeniosa, pero el interés decae pronto cuando la anécdota se ciñe a la salvación misericordiosa de su mujer enferma. Y todavía decae más por los intérpretes que dan vida a los personajes. Ver a la guapa y distinguida modelo Yasmin Warsame en el papel de mujer del enterrador, con una vida apresada en una chabola de latón sin enturbiar su belleza, es difícil de aceptar. La música, muy ligada a sonidos étnicos de la región, es otro elemento sobresaliente en una obra irregular, superficial en el aspecto narrativo.
Desde Puerto Montt nos llega 'Mis hermanos sueñan despiertos'. Escenario de un correccional juvenil donde hace unos años un motín dejó diez muertos. Una parte pequeña, según informan los títulos finales, de los muertos que acumuló el proyecto Sename en Chile. La estrategia de la directora Claudia Hualquimilla es nítida: encerrarnos a todos en el penal de Puerto Montt para evocar y vivir esos hechos de la forma más directa posible, dejando solo una brecha para los sueños de los muchachos. El resto se consume entre pasillos estrechos, altos muros, y un áspero día a día que es la única carne dramática de la película. El problema viene de un aspecto tan básico como el sonido. Los intérpretes hablan una jerga carcelaria que en buena medida no pertenece a nuestro castellano común. Y los técnicos de sonido aumentan el problema con un emborronamiento acústico. Los diálogos no se entienden, y solo cabe el asidero de la opresión visual, de los gestos amistosos o broncos, de la violencia primaria. Queda la aspiración a una denuncia que trata de ir más allá del documento realista y masticable.
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