Seminci

'El hermanito' y la gran orquesta

La proyección estuvo lejos, con todo, del volumen de público que suscitó una de las últimas convocatorias de Harold Lloyd al Delibes en una edición de la Seminci (con visita de los Reyes de España incluida), a propósito de 'El hombre mosca', una de sus obras más célebres. A pesar de la comparativa, la sala sinfónica se pudo ver más bien llena, si bien con un perfil muy concreto de público, casi más cercano al abono sinfónico que a la sesión golfa o al descuento de las multisalas los miércoles. La experiencia, a priori, no se podía parecer a aquellas exhibiciones que podría querer evocar: un arquetipo de espectador más bien humilde, ruidoso y sencillo, en una sala pequeña y abarrotada y con un pianista tratando de hacerse oír entre la algarabía y el entusiasmo que despiertan las imágenes de la pantalla.

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Y, sin embargo, cuando se apagan las luces, la magia del cine obra una vez más de las suyas. El humor atemporal de Lloyd, que no entiende de generaciones, sigue fresco y arrancando carcajadas espontáneas tanto en las ingeniosas cartelas como en las arriesgadas piruetas de su atribulado protagonista. Una risa desentonada y a destiempo de un niño encaja, paradójicamente, con las cuidadas armonías que Schumann extrae de la quincena de músicos de la OSCyL interpretando la partitura de Carl Davis y Don Hulette.

Pero no olvidemos que esto va de cine. Y de cine clásico. Por ello también funciona la imperecedera trama de 'El hermanito', una historia en la que Lloyd vuelve a encarnar la figura del perdedor simpático que se redime y demuestra su hombría ante su familia, su pueblo y su interés amoroso. Equívocos, mentiras, acrobacias y gags sin trucos de ordenador componen los mimbres de la comedia clásica y universal del séptimo arte. La película brilla también, inadvertidamente para el gran público, gracias a varias de sus maestrías pioneras en el séptimo arte, como la construcción de una grúa que acompaña la subida interminable del protagonista a un árbol para despedir a su amada. Un pequeño ardid que pasa desapercibido entre la belleza de la música y la sonoridad de nuestra propia risa.