Una persona trans que encabeza un ballet erótico y busca dinero para operarse. Un hombre en paro que se siente tentado por ser bailarín y por explorar nuevos amores. Una mujer que no sabe cómo combinar su deseo con las obligaciones del matrimonio. Una familia ... patriarcal que desde la cúspide vigila la observancia estricta de la tradición. La trastienda de espectáculos cutres, el abigarramiento de las estancias y las calles, las gentes que van y vienen.
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Todo eso fluye por la paquistaní 'Joyland', con un ritmo propio que exige atención y paciencia para ir encajando personajes en lo que nada es lo que parece o debe ser. Los límites estrictos de la moral y las costumbres paquistaníes, centrados en una familia patriarcal perfectamente definida, sufren continuas vías de agua que les lleva al borde del naufragio. De él no se salva ni siquiera el patriarca, sometido a sospecha por tener que recurrir a la ayuda de una mujer que no vive en la casa («¿para qué quieres salir de casa si te hemos contratado Netflix?», le reprocha el hijo a esa mujer).
No hay freno posible para los deseos, para los sentimientos, para las frustraciones, nos viene a sugerir Saim Sadiq, el director que recibió en el festival de Cannes el premio del jurado en la sección Un Certain Regard. De ahí que entregue a su protagonista al mar. La tradición no es garantía ni defensa de nada, sino un obstáculo engorroso y violento.
La puesta en escena induce a ese forcejeo, con estancias abarrotadas de seres sudorosos y una cámara que los estudia muy encima. La fotografía vuela con luz propia en unos tonos anaranjados y oscuros en los que brillan los ojos de los actores, su pasión, sus cuerpos en tensión. Una película con personalidad lenta: ese plano que se alarga y se alarga sobre la puerta entornada, dejando a la imaginación del espectador el desarrollo venenoso de lo que no vemos.
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En un registro completamente distinto se desarrolla 'Astrakan', de David Depesseville, aunque tal vez compartan ambas un fondo de desamparo personal y familiar. En Morvan, Borgoña, en la Francia profunda de granjas y pequeños pueblos, una familia acoge a un huérfano durante unos meses. Lo hace por razones económicas, ya que recibe una prestación a cambio del hospedaje.
Apenas si hay ocasión para la integración del chico, vigilado y rechazado por todos los miembros de la familia. Es un chaval problemático, que no controla sus esfínteres y que exhala un permanente mal aliento. Viene, como cabe esperar, de experiencias que le han enseñado a mentir, fabular, robar, fumar. Es distinto a todos, pero no es peor ni mejor.
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La audacia de la obra es centrar el punto de vista en ese huérfano (y aquí surge el recuerdo de la espléndida 'Verano 1993', de Carla Simón). El clima emocional también se impregna de la ausencia de amor y cariño en el que el chico se ha criado. Todo es frío, distante, incluso perverso. Los mayores abusan de él, los chicos le golpean, no tiene donde meterse. La muerte, la huida, el suicidio le rondan. El silencio opresivo se rompe en la escena final con la música de Bach. Un silencio y una contención a la que no queda lejos la estética de otro director francés, Robert Bresson, y su 'Mouchette'.
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