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Ami lado, en la puerta del teatro Zorrilla, un señor trata de preguntar al portero por las entradas para la proyección. No es un diálogo fácil, pues mi localidad hay que identificarla con esos aparatos que leen el código QR, y a veces tarda. Pero ... al fin llega la respuesta del portero, un tanto acelerada: «Aquí no se venden entradas, la taquilla es para otras cosas. Vaya al Calderón y pregunte». Faltan diez minutos para la proyección, y lógicamente el señor desiste. En la sala me encuentro con muchas butacas vacías.
Cines y teatros sin taquilla, con la agradable excepción de los Broadway. Con muchos porteros y acomodadores, pero sin taquilleros. El uso de Internet para la reserva es casi obligado. Y eso plantea varias cuestiones de, ejem, trascendencia moral (otro día que me elevo). En mi generación, bien sobrada de años, más de uno no ha entrado en la vida digital. Se quedan fuera del festival, sin apenas remedio. Mira que echo en falta en la Seminci a tantos amigos que andan viendo cine por la otra orilla. Pero que alguno de los que me quedan por aquí se les excluya por la dichosa brecha digital me duele y me repatea.
Me cuenta una amiga, muy ducha en el manejo del móvil, otra variante del fracaso: reservó una entrada con su móvil unos minutos antes de la proyección, pero no le llegó a su aparato de forma inmediata, y cuando la tuvo ya había comenzado la película. Se quejaba hace unos días un lector en 'El País' de que para cenar o ir a un concierto hay que reservar con semanas de antelación. Qué agobio. ¿Y el placer de meterse en un cine sin pensarlo dos veces? ¿No habíamos ganado en la era digital en rapidez, en libertad? Por favor, entradas en los cines, taquilleros y carpe diem.
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