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Ni hubo presencia regia, ni falta que hizo para llenar la sala sinfónica López Cobos del Centro Cívico Cultural Miguel Delibes ante el llamamiento de ver un clásico del cine mudo en pantalla grande y con el acompañamiento de la Orquesta Sinfónica de Castilla y ... León. La propuesta, que tan bien ha funcionado en años previos (con títulos como 'El acorazado Potemkin', de Serguéi M. Eisenstein, 'Nosferatu' de F. W. Murnau, 'Metrópolis' de Fritz Lang, 'Blancanieves' de Pablo Berger o 'El hombre mosca' de Fred C. Newmeyer y Sam Taylor, entre muchas otras), concitó al público de Valladolid (cinéfilo o melómano, lo mismo da) para disfrutar de la requetevisionada y nunca agotable 'Tiempos modernos', de Charles Chaplin, con el acompañamiento orquestal a cargo del director Rubén Gimeno.
La historia sobre la individualidad, la producción en masa y la búsqueda de la felicidad, que no ha perdido un ápice de su vigencia, supone una hábil crítica de Chaplin (a punto de ceder a la tiranía de su archienemigo, el sonoro) ante las exigencias de la cadena de montaje, implacable en su trato deshumanizador ante el obrero al que no permite la más mínima distracción, descanso, estornudo o interrupción. La producción a toda costa como único motor de vida.
La Orquesta Sinfónica supo, como la partitura original, guardar silencio frente a los inevitables interludios hablados del filme, y ganar fuerza en aquellas escenas en las que las mímesis y pantomimas de Chaplin solo pueden ir acompañadas por esa melodía clásica. De cualquier manera, dichas secuencias sonoras ganan también enteros por su notable capacidad de anticipación, desde la gran pantalla en la que el patrón controla a sus empleados (precursora del control de las horas laborales) a la sustitución de la mano de obra por sofisticadas máquinas y robots inteligentes, que abaratan la producción tanto a la hora de generar trabajo como para optimizar recursos en la hora del almuerzo del asalariado. Cuando Chaplin sufre en sus carnes los estragos de los mecanismos hiperacelerados, la lectura emerge clara entre las carcajadas: a mayor rendimiento de estos nuevos dispositivos, más daño sufre la persona trabajadora.
Tras sufrir un ataque de nervios y perder su trabajo (a partir de la célebre escena en la que se desliza por los engranajes de la gran cadena de producción), el héroe interpretado por el protagonista de 'La quimera del oro', 'Luces de la ciudad' o 'El gran dictador' sale del hospital y encabeza, inadvertidamente, una protesta ciudadana para terminar no mucho más tarde detenido por las fuerzas del orden, que lo toman por un líder comunista.
A las peripecias de Chaplin en una cárcel en exceso parecida a la cadena de montaje, y a la que con todo prefiere frente a la inestabilidad laboral de las calles de la ciudad, se suma la debacle obrera que tiene lugar en el exterior y cuya violencia sufre en primer plano Paulette Godard, la musa de Charlot, en el papel de una mendiga que pierde a su padre en una revuelta callejera.
No importa que tan recordado o repetido haya sido el chiste: la risa aparece todas las veces que emerge si este es efectivo. El público del Delibes (los más entusiastas, los niños) encadenaron carcajadas ante los diferentes gags de Chaplin en los grandes almacenes (el más recordado, el patinaje a ciegas en la sección de juguetería, que despertó las risotadas más sonoras y algún conato de aplauso entre los presentes), en su destartalada casa o de vuelta a la fábrica. El gran clímax llega, después del desatado encadenamiento de disparates culinarios en el restaurante, con la improvisada canción final de Chaplin, un batiburrillo de palabras inventadas, que apagó por completo luces y sonidos en el Delibes (potenciando así el histórico efecto dramático que supuso escuchar, por vez primera, la voz de Charlot). Así finalizó una tarde mágica llena de música y risas en el Auditorio. Chaplin vive. Si es que alguna vez murió.
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