La insólita afición de Valladolid por el cine se desató hace 65 años, en los primeros meses de 1956, y lo hizo al amparo de la Semana Santa y de su pujanza de entonces. Eran los tiempos en los que la ciudad ralentizaba su pulso ... en aquellas fechas sagradas, y las ordenanzas municipales obligaban a suspender todo espectáculo no sacro para preservar la devoción de una ciudad convertida en templo. En este contexto surge, de forma precipitada e improvisada, la primera Semana de Cine Religioso, germen de la actual Seminci, que enseguida se convertirá en seña de identidad de Valladolid y en la fuente de la que mana su impetuosa tradición cinéfila. Y durante la inmensa mayoría de sus primeros 22 años de vida aquel florecimiento de novedades excitantes se produjo en abril. No será hasta 1980 que el festival se desplace a octubre.
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«Valladolid era entonces una ciudad bastante aburrida y tristona y el festival era una fiesta», explica María Calleja, que colaboró con la organización entre 1959 y 1979. «Recuerdo con muchísimo cariño la etapa en la que la Semana de Cine era vital para la ciudad, una cita imposible de perder». Una ventana por la que entraba aire fresco. Y también realidades nuevas, como las atrocidades de los nazis, reflejadas en cuatro películas de la edición de 1961, cuyos espectadores sufrieron en las filas de acceso a los cines el acoso y el cabreo de la extrema derecha de la época, que entonces sí era merecedora de tal denominación.
Con los nuevos espacios de libertad llegaron también los pateos, otra seña de identidad del festival, amplificados por los suelos de madera del Avenida. «Era un festival conflictivo, y por tanto vivo. Había unos pateos descomunales», recuerda Fernando Herrero, que empezó a asistir a partir de la séptima edición y participó en la organización en los años del tardofranquismo y la transición, en las etapas de Carmelo Romero y Rafael González Yáñez. «En aquellos años lo que más preocupaba era que el festival se quitara de encima el sambenito del cine religioso y la moralina». Y, sin embargo, el festival, su «espíritu de Valladolid» y buena parte de su base sociológica procedían justamente de ahí,
La idea se le había ocurrido a un joven vallisoletano, Luis Huerta, y estaba completamente incardinada en el marco de la época. Huerta pensó que, de igual modo que la Semana Santa de Valladolid permitía analizar de forma muy intensa la relación entre arte y religión a través de las esculturas, las procesiones, los conciertos y las lecturas poéticas que por entonces se organizaban, sería bueno extender esa mirada al arte del siglo XX, a través de una Semana de Cine Religioso. Consultó primero su idea con José Luis Martín Descalzo - un joven sacerdote que en esa época trabajaba en Radio Valladolid de periodista y que más adelante se convertiría en una referencia de la apertura eclesial- que le animó a ponerla en marcha. Luego se la explicó a Antolín de Santiago y Juárez, a la sazón delegado provincial del Ministerio de Información y Turismo, que la acogió con pleno entusiasmo y que, a la postre, sería quien la haría posible, convirtiéndose en el sostén político y de gestión del festival.
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Antolín de Santiago ha pasado a la historia, con plena justicia, como el padre del festival de cine vallisoletano, aunque él nunca ocultó que la idea original fue de Huerta, que tan sólo colaboró con la primera edición, pues luego se marchó a trabajar fuera de España. Pero sin el impulso y la capacidad de Antolín para lidiar con los problemas que surgieron la Semana habría desaparecido.
En aquella primera edición inicial primó la improvisación. A Luis Huerta se le ocurrió la idea en febrero y lo acordado con Antolín era preparar la Semana para el año siguiente. Pero al gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, Jesús Aramburu, también le sedujo la idea, y se mostró dispuesto a aportar 5.000 pesetas si se hacía ese mismo año. «Me fui a Madrid al día siguiente, el 1 de marzo, a ver qué podía sacar en limpio», recuerda Huerta en el libro de César Combarros '50 años de la Semana Internacional de Cine. Una ventana al mundo'. Sólo 19 días después, el 20 de marzo, se iniciaba el festival, con la proyección de seis películas -todas de temática religiosa- sin jurado, sin estatutos y sin premios. El hito mayor de aquella edición es la presencia de Fernando Fernán Gómez para presentar 'Balarrasa', de José Antonio Nieves Conde, pero no fue menos importante la asistencia del muy popular Jesús Tordesillas, que presentó 'Una cruz en el infierno', de José María Elorrieta. Pese a la escueta programación, la idea fue bien recibida por la prensa y por los vallisoletanos, que agotaron las entradas de las películas.
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«La ciudad se volcó desde el principio», recuerda Calleja. Y muy pronto estableció con la Semana un vínculo de identidad que la convirtió en signo de vallisoletanismo; asistir se convirtió casi en una obligación social para cualquiera que se sintiera de la ciudad. Sólo unos pocos años después, los salones y pasillos del Cine Avenida, entonces sede del festival, se convertirían en lugar de alterne y de socialización, y no serían pocos los que se sacarían los abonos para poder estar allí, pese a su completo desinterés por las películas que se proyectaban, que si siquiera veían. En 1956 la Semana era sólo un bosquejo más que humilde de lo que llegaría a ser, pero ya conquistó el afecto de los vallisoletanos.
En años siguientes el proyecto iría creciendo, con más películas, con la incorporación de premios y jurados, ciclos retrospectivos, conversaciones de cine… Y siempre la Semana contó con el apoyo de los medios locales y de sus vecinos. Un éxito que no se puede desligar de su vinculación con lo religioso, tan importante en la sociedad de la época, y no solamente por la imposición gubernamental. Cuando a partir de la V edición su título sumó los 'valores humanos', el festival inició un proceso para desembocar lo espiritual en lo humanístico que, en cierto modo, anticiparía los cambios del Concilio Vaticano II, así como las transformaciones sociales que se producirían en el país. «La Semana fue un acontecimiento, no simplemente un suceso», explicó José Jiménez Lozano. «Fue muy importante; nada menos que algo así como la caída del muro; el muro que se había levantado en casa entre el catolicismo más belicoso e imperante y el cine, concebido casi exclusivamente como una linterna diabólica».
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Muy pronto la escasez de buenas películas religiosas obligó a modificar el planteamiento inicial y la Semana fue decantándose hacia lo humanística. Aquella deriva se concretó en un lema: «un cine al servicio del hombre». Ahí cabía casi todo, como la evolución del festival permitió comprobar. Y, si en las primeras Conversaciones de Cine, en la tercera edición, se hablaba de la «revalorización católica del cine», se añadía inmediatamente que eso «nada tiene que ver con los falsos prejuicios y temores infundados». Y años después, en la sexta edición, el secretario general, Vicente-Antonio Pineda, vinculaba ese humanismo con la apertura al diálogo. «Que los hombres se amen y conozcan mejor a través del cine es uno de los objetivos primordiales». Y el padre Staehlin, el descubridor de Bergman, proclamará en la presentación de la VII edición: «Creo que la Semana es el único esfuerzo verdaderamente importante, e internacionalmente reconocido, para fomentar un cine profundamente humano».
En el catálogo de la X edición, José María García Escudero defenderá que «no sólo no es un despropósito que un Certamen de Cine Religioso se dedique, además, a los valores humanos, sino que es una obligación». Y Carlos Fernández-Cuenca, director de la Filmoteca Nacional y colaborador habitual del festival, precisará que el objeto del cine es «la verdad del hombre: del hombre bueno y malo, pecador y arrepentido, con sus elevaciones y sus flaquezas, sus virtudes y sus defectos, pues así es el hombre». Javier Pérez Pellón, en las V Conversaciones, de 1964, irá mucho más lejos: «El cristianismo vino, con su doctrina, a liberar a todos los oprimidos del mundo». De ahí que «cuando en el cine aparece la figura del perseguido, la figura de Dios y de Cristo también está ahí». Y, desde otra perspectiva, el historiador belga Charles Ford extenderá la ventana otro poco más: «Si el cine ha sido creado para divertir, distraer e informar, puede también, debe también, ser un instrumento para pensar».
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Una evolución progresiva, construida a partir de una tensión entre aperturistas y reticentes, que sólo fue posible por la habilidad de Antolín de Santiago y por el crédito creciente que la Semana iba adquiriendo en España y el mundo. Lo explicaba el periodista Francisco Barrasa en el 35 aniversario: «Seguramente la gran habilidad de los gestores de este evento consistió en aprovechar el empuje de unos y contrarrestar a los otros, de modo que la persiana fue dejando pasar la luz sin prisa, pero sin pausa».
La trayectoria de la Semana de Cine de Valladolid está salpicada de estrenos memorables que han pasado a la historia como auténticos jalones de apertura y renovación. Como auténticos acontecimientos sociales y culturales. Pero, por mucho que pueda sorprender, algunas de las más destacadas películas de esta categoría se proyectaron en su idioma original, o con subtítulos en inglés o francés, pero sin subtitular en castellano, de modo que la inmensa mayoría de los espectadores, en realidad, se enteraba más bien poco de lo que veía en pantalla.
En la emblemática V edición de 1960, que concedió el Lábaro de Oro a 'El séptimo sello', de Ingmar Bergman, y la Espiga de Oro a 'Los 400 golpes' de François Truffaut, ninguna de las dos películas pudo verse con subtítulos en castellano (ni mucho menos dobladas). La película de Bergman se proyectó con subtítulos en inglés y una presentación del padre Luis González Fierro que resumía el argumento a los espectadores para que los no anglófonos no se perdieran demasiado. Y la de Truffaut se vio en su francés original y sin subtítulos. Ambas proyecciones fueron auténticos acontecimientos culturales en la época.
No serían los únicos casos. El otro ejemplo significativo es 'La vía láctea' de Luis Buñuel, proyectada en 1969 junto con 'Simón del desierto' en una sesión doble tolerada por el Gobierno para engrasar las relaciones con el cineasta aragonés e intentar que regresara a España a rodar, lo que en efecto hizo con 'Tristana'. Pero 'La vía láctea' desató tanta controversia que la dirección del festival decidió proyectarla, intencionadamente, en su idioma original francés y sin subtítulos, y limitar a la mitad la venta de las butacas disponibles, pese a la enorme expectación que había despertado. Desobedeciendo las instrucciones, la secretaria de Antolín de Santiago, Pilar Astaburuaga, y otros voluntarios se encargaron de vender las entradas a la puerta del cine, con lo que finalmente la proyección estuvo abarrotada. Estos 'sí, pero no' eran expresivos de las tensiones de la época entre la apertura y el control. El Gobierno de Franco quería que la película se proyectara, pero poco, y, a ser posible, que no la entendiera nadie. Pero la realidad demostró tener vida propia.
Son tres casos ejemplares, pero la proyección de películas sin versión castellana (ni siquiera subtitulada) fue habitual en el festival vallisoletano durante mucho tiempo.
El apoyo internacional fue decisivo para sostener el festival vallisoletano. Y el primer sostén que Valladolid recibió fue el de Floris Luigi Ammannati, director de la Mostra de Venecia, que aterrizó en la IV edición y enseguida respaldó la Semana, se implicó en las conversaciones, e incluso aportó la idea de la creación de una Cátedra de Cine en la Universidad, inspirada en la creada por esas fechas en Pisa, que se materializará al año siguiente con Luis Suárez como primer director.
El fervor cinéfilo de la Semana llama la atención de los enviados internacionales, que no dejan de subrayarlo en sus comentarios, como Joseph E. Donnell, que en el catálogo de la VI edición afirma. «Estoy admirado del calor y del interés con que se siguen tanto las proyecciones del Cine Avenida como las Conversaciones del Palacio de Santa Cruz. Esto demuestra un estado de preparación, de cultura, muy elevado». Alberto Lattuada, por su parte, describirá la semana como «un auténtico encuentro de cineastas que libremente discuten sobre temas de cine moderno bajo el aspecto de los valores religiosos y humanos».
Al amparo de esa pasión por el cine se multiplicarán los cineclubs en Valladolid, así como las salas de exhibición de películas, al tiempo que se pondrán en marcha iniciativas para acercar el cine a estudiantes y maestros.
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