Una fragata en el puerto de la Rochelle. AP

Rutas ultramarinas

No es casual que en los nueve libros de su Historia, escrita hace veinticinco siglos, el gran viajero Heródoto de Halicarnaso diera cuenta detallada de los avatares que encontraron su escenario adecuado entre el mar y la tierra, en el medio centenar de puertos, ensenadas y malecones que él describe en su narración

Domingo, 29 de julio 2018, 18:52

Si hubiera de fijarse un lugar en donde fluye y se enreda con mayor energía la historia de los hombres y los pueblos, ningún otro paraje en el mundo es tan universal y fiel a esa crónica humana como los más célebres puertos marítimos, sean ... ellos de mayor o menor calado. No es casual que en los nueve libros de su Historia, escrita hace veinticinco siglos, el gran viajero Heródoto de Halicarnaso diera cuenta detallada de los avatares que encontraron su escenario adecuado entre el mar y la tierra, en el medio centenar de puertos, ensenadas y malecones que él describe en su narración. Llega Alejandro Magno a Menfis y el gobernador Tonis se incauta de sus esclavos y tesoros según las leyes del mar; en Andros decide Temístocles romper el juego naval lanzando sus naves por Helesponto en busca de las de Jerjes, y en un puerto de Egipto se valió Menelao para aplacar la tempestad de una cruel ceremonia tomando dos niños hijos de los naturales del Nilo, partirlos en trozos y sacrificarlos a los vientos. La vida y la muerte conviven desde siempre en el límite azul de la tierra con el mar y el cielo.

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En estos días de acelerado trajín viajero, la visita a cualquiera de esas ciudades marítimas resulta siempre ser un reencuentro con la historia allí representada en monumentos y museos, experiencia que alarga los hechos y los mapas a través de mares, océanos y continentes. Esa sensación de lejanía en el perfil de sus viejas piedras de murallas, torres y faros, emoción y sorpresa que no logra reducir ni la canícula, se apodera del viajero ante la bocana del puerto francés de La Rochelle. Es este uno de esos parajes atlánticos por donde ha transitado la historia de Europa con la misma cruel consecuencia que las guerras de aquellos tiempos bárbaros y remotos, cuando Heródoto, bien pagado por los gobernantes atenienses, recorriera el Mediterráneo en busca de secretos y saberes hallados en países lejanos.

Alineadas por el sol de mañana, de este a oeste, las tres torres que marcan la frontera de la ciudad y el océano (Torre de la Cadena, La Linterna y San Nicolás) invocan la hazaña de las conquistas francesas en tierras de América. Medio siglo después de que Colón alcanzara las islas del Caribe, el vicealmirante Villemagnon estableció por orden del rey Enrique III en un pequeño puerto cercano a Río de Janeiro la primera colonia francesa en el Nuevo Mundo. Así habían bautizado los cartógrafos alemanes aquel continente, entonces solo sospecha cartográfica, cuya propiedad disputaban Inglaterra y Francia en los meridianos repartidos en Tordesillas entre Portugal y España.

El globo terráqueo se cerró y los navegantes franceses pusieron en marcha desde La Rochelle el ambicioso negocio de aquellas desconocidas tierras. América fue para los conquistadores españoles una ambición, a veces ciega y siempre practicada bajo el amparo de la salvación cristiana de sus habitantes; los descubridores franceses se dejaron conducir por el beneficio económico y limitaron sus sentimientos religiosos al enfrentamiento entre católicos y hugonotes, cuya violencia provocó el año 1557 el fracaso de aquella inicial colonia del bretón Villemagnon en tierra brasileña: sus marineros se mataron entre ellos por no estar de acuerdo en ciertos detalles teológicos del dogma del Santísimo Sacramento. Así se explica aquella aventura con detalle en el magnífico Museo de América de La Rochelle.

No hay en la costa atlántica europea otra ciudad y puerto más cerca de América que La Rochelle, a excepción de Sevilla y Lisboa. Los desembarcos sucesivos de los colonizadores franceses en ultramar, desde la isla de Santo Domingo hasta la Florida y Canadá, salieron en buena parte desde La Rochelle, y los marineros de esas expediciones regresaban a la ciudad con el ánimo de la gran obra imperial y el espíritu de la navegación oceánica que ellos convirtieron en religión local. Así se constata en el nombre de las calles y barrios antiguos, donde sigue flotando el olor de aquella América prometedora, cuya colonización era un capítulo más del poderío disputado entre Inglaterra y Francia frente al decadente poder del imperio español. Que nadie busque, no obstante, un gramo de chovinismo en la lectura de la historia que se hace de ello en los museos de La Rochelle. Se corta con igual rasero la apología de las grandes conquistas y las miserias del periodo en que el beneficio económico tuvo por fundamento la esclavitud de los negros africanos, la trata de seres humanos destinados a reventar en las plantaciones de caña de azúcar de las islas caribeñas. Años antes de que el Congreso de los Estados Unidos aprobara la abolición de la trata de esclavos, el revolucionario Nicolás de Condorcet había proclamado que «reducir a un hombre a la esclavitud es un crimen peor que el de robar o matar». Los intereses de los poderosos, sin embargo, obligaron a Napoleón Bonaparte a mantener la práctica de la esclavitud, cuyo negocio tenía establecimiento en las ricas mansiones de los tratantes con oficina abierta en La Rochelle.

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El angosto canal que da salida al mar a los navíos militares y mercantes desde este puerto, que ha defendido desde hace siglos a esta ciudad con vocación de mártir de su propia historia, proporciona aparente refugio seguro a los barcos y también a sus habitantes. Sin embargo, la ambición y las guerras han diezmado varias veces su población, víctima de su importancia estratégica marítima. El cardenal Richelieu le puso un cerco en que murieron más de 20.000 hugonotes, y los bombardeos de los aliados provocaron la muerte de miles de sus habitantes. El búnker de los mandos alemanes se muestra hoy como reclamo histórico.

Con el mismo orgullo que otras ciudades exhiben hermosos edificios centenarios, el puerto de La Rochelle da una lección de nobleza y humanismo semejante a los principios que Heródoto aplicó para escribir su crónica: «La muerte llega a desearse como un puerto y refugio en que se da fin a la vida, tan miserable y trabajosa».

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