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En el mundo de la creación, las definiciones simples condenan al encasillamiento, especialmente en figuras poliédricas de genios que lo son por más de un rasgo de su talento. Alfred Hitchcock, de cuya muerte se cumplieron hace unos días cuarenta años, es el paradigma de tan injusta simplificación cuando se le recuerda únicamente por su condición de mago del suspense, título del que sin duda es acreedor con todo merecimiento. Pero ese árbol podría impedir que viésemos el bosque de una genialidad en la que además destacan su habilidad para describir la condición humana. Su maestría a la hora de alternar terror e ironía, con ese inconfundible y sofisticado sentido del humor británico tan infrecuente en los cánones hollywoodianos. Su virtuosismo a la hora de emplear un elemento cinematográfico de su invención como el MacGuffin, ese objeto que generalmente no tiene ningún uso real, pero gracias a cuya existencia se ponen en marcha los eventos narrados por la película. Y como muestra de ello, 'Psicosis', cuya trama inicial en la que una mujer huye con dinero robado se corta abruptamente antes de la media hora de metraje. Al final resulta ser irrelevante en el argumento una vez cumplida su misión, que es conducir a la mujer fugitiva hasta el recóndito motel de Bates, donde reside el tuétano de la historia.
También le avalan en su condición de maestro del séptimo arte sus calculados lanzamientos publicitarios y las presentaciones de sus programas televisivos, con los que logró que, en la era anterior al márketing cinematográfico y a la política de autores, el público fuera a ver «una de Hitchcock». Para poner un ejemplo, volvemos a 'Psicosis', en cuyo cartel advertía a los espectadores que no podían revelar el final a quienes aún no la hubieran visto y que aquel que llegase tarde no entraría al cine.
Aunque apenas se granjeó el respeto de sus colegas de profesión contemporáneos, sí supo conectar con un público que le fue fiel-sobrepasando la fama de sus propios protagonistas, provocando que los espectadores no fuesen a ver una película protagonizada por Cary Grant o James Stewart, sino un filme de su autoría-, tal vez por su facilidad por contar historias con sencillez, para lo que agradecía venir del cine mudo, donde residía la pureza, al contar una historia únicamente con imágenes. De hecho, se puede ver una película de Hitchcock en silencio o doblada a cualquier idioma exótico y se entiende el 90% de la trama por la capacidad narrativa de sus planos y de su montaje.
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