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Escribe de espaldas al Cantábrico para que el mar no ejerza su hipnótica atracción alejándole de su pura invención. Porque Raúl Guerra Garrido (Madrid, 1935), boticario y científico, cuando se pone a escribir se inventa hasta las citas que atribuye a sabios salidos de su ... manga. La ficción en su última novela, 'Demolición', es también lingüística. El autor de 'El año del wolfram' o 'La carta', el respetado Premio Nacional, ribete de una larga lista de galardones entre los que también está el Castilla y León de las Letras, juega con las palabras, las estruja, las moldea, y por asociación, nacen otras nuevas.
–Desde la contraportada despista al lector su esfuerzo por dar verosimilitud a Jesús Expósito.
–Por primera vez he escrito yo la contraportada. Se quiere jugar con esto. Me he sentado a contar la biografía de este hombre en los últimos años de su vida. Es un ejemplo de decrepitud, desde la cita inicial de Laso Barriola que dice que «el hombre nace para la derrota», y de eso habla el libro. Contra esa derrota hay un acto de rebeldía en este escultor, que es un extraño amante de las maderas. Solo esculpe escaleras de mano y es uno de últimos testigos de la era analógica. Entra en una tecnología que le sobrepasa, como le ocurre con la salud. Es mayor, pero tiene la última oportunidad de rebelarse tras luchar por ser un artista con sus pequeños triunfos, que no ha pasado de una ejemplar medianía. A la petición de la Galería Wagemberg responderá con una sola obra. Utilizo los dos extremos de esa vida. Por un lado, él siempre supo que había sido engendrado por generación espontánea en una carpintería y que fue amamantado por una gacela. Por otro, su última rebeldía contra el arte conceptual, a pesar de que era lo que él había hecho. Quiere hacer algo único. Para alguien nacido así, ¿qué mejor que irse del mundo resucitando en directo? Esos dos extremos me dan para reflexionar sobre las vicisitudes de la vida y la aspiración del artista. Sobre la traición que siente por vivir de unos objetos de artesanía, sobre su vida irregular, sobre la desaparición de su hija. Por ahí discurre su pensamiento y sufrimiento, aunque finalmente es vitalista.
–Llamarse Jesús, surgir por generación espontánea en una carpintería, ¿buscó el paralelismo evangélico?
–Sí, va todo encaminado a una pregunta existencial que nadie se hace: ¿Qué fue de la carpintería? En cuanto al trance de la resurrección, nadie sabe qué pasa tras resucitar, no deja de ser un riesgo asumido.
–Su rebelión suena a mofa de ciertos fenómenos del arte contemporáneo.
–Estoy de acuerdo con él, hay muchas cosas demasiado fáciles. Por otra parte, el gran demoledor es el hombre y la humanidad como demuestran los paisajes antrópicos donde todo está destrozado. Como esas escrombreras de barcas en la playa, esa explotación del hombre en las playas indias idílicas, como la playa del Cielo, y nuestra capacidad para transformarla en infierno. Sin embargo hay una belleza conceptual, estéticamente son imágenes sobrecogedoras, eso no lo supera nadie. Vamos caminando hacia la derrota.
–¿El único sentido del arte es suscitar los afectos, las emociones, como decía García Márquez que escribía para que le quisieran?
–Es verdad que todos los artistas somos un poco, a veces demasiado, exhibicionistas y buscas esa correspondencia de afecto. Algo es arte no porque busques que te quieran sino porque emociona. Hay muchas obras de abstracción que te llevarías como decoración a casa pero no te emociona. Te gustan, son bonitas, pero no emocionan. Como artista, buscas que lo que has plasmado emocione a los demás.
–¿La obsesión de Expósito por las escaleras –Piranessi, Escher, Velázquez– es también suya?
–Me parece bien en su razonamiento. Para él la carpintería cohesiona, le gusta la madera porque siente su caricia como la de una persona. Una escalera de mano puede dar mucho juego. Se presta al absurdo. Él la considera una balsa, ese juego es práctico dentro de una autobiografía no autorizada.
–¿«Somos lo que recordamos o lo que hemos conseguido olvidar»?
–El tiempo y los pasajes extraños son algo fundamental en su vida. La memoria es la materia prima de los escritores, no digamos de los narradores. Y los olvidos, que nunca sabes si son fruto de la derrota que te acosa o el impedimento que pones para que no se estropee tu recuerdo. La memoria es más edulcoladora, más amable, conserva siempre una versión a nuestro favor, es inevitable. Por eso cuentan tanto los recuerdo como los olvidos.
–«Me contradigo luego existo», dice su protagonista. ¿Por qué los malabares con las palabras?
–Últimamente el juego de palabras me resulta muy plástico. En un monólogo interior no son disonantes. Creo que pueden sonar bien. Al principio los odiaba.
–Vuelve a Torrecasar, el pueblo inventado para 'Cacereño', ¿hay un hilo entre todas sus novelas?
–A veces hay personajes tangenciales. Este hombre es extremeño, todos mis extremeños son de Torrecasar. Se repite Naraya, un nombre que no conoce nadie, pero en Camponaraya hay un río y a mí me parece un nombre precioso para chica. Me haría ilusión que alguien lo utilizara.
–Abordó el terrorismo cuando nadie lo novelaba ('Lectura insólita de El Capital', 'La carta'), hizo novela policíaca cuando era género C. ¿Se adelantó a las 'tendencias'?
–He podido presumir de no haber escrito ni una línea al dictado, ni seguido ninguna moda. Solo lo que me ha salido. Para que funcione el tema, el aroma, lo que sea en una novela, te tiene que atropellar. Si eres tú quien lo buscas es falso. Por fortuna he tenido varios atropellos.
Y sigue teniéndolos. Aunque confiesa que está «desarrollando una capacidad tremenda de perder el tiempo», el autor de 'Castilla en canal' continúa escribiendo de espaldas al mar.
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