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La Catedral de Valladolid perdió en agosto a su último empleado musical, el maestro de capilla Pedro Aizpurúa. El canónigo terminó por ocupar la vacante del organista ante la innecesaria dirección del coro –su especialidad– reducido ya a dos voces. Ese proceso natural, ... que él mismo anunció al ingresar en la Academia de la Purísima en 1988 cuando habló del «ocaso de las catedrales», transcurre en la capital del Pisuerga parejo a otra realidad; la de poseer uno de los archivos de música renacentista más importantes de Europa.
La capilla, que llegó a tener 25 músicos y casi otras tantas voces, se disuelve en el sino de los tiempos y la torre, que alberga más de 10.000 obras desde el siglo XIV hasta el XIX, atrae peticiones desde medio mundo. A su cargo está Soterraña Aguirre, profesora de música antigua de la Universidad de Valladolid.
«La catedral era el lugar donde se aprendía música hasta que se extendieron los conservatorios, a comienzos del XX», explica. «La docencia formaba parte del trabajo del maestro de capilla. Solía tener un coro de seis niños a su cargo. También debía componer al menos 30 villancicos al año, según el momento de la liturgia. Como no les daba tiempo, se los intercambiaban con maestros de otras lugares, entre ellos, los de la Capilla Real, Segovia o Palencia». Fruto de esas permutas, de ese depósito fortuito de obras en otros lugares, se han salvado obras de la Capilla Real, cuyo archivo se quemó.
El 10% digitalizado
«En Valladolid hay mucha partitura impresa en Flandes e Italia que ya son ejemplares únicos, y, además de obras sacras, contiene muchas obras profanas y música para voces femeninas», cuenta esta musicóloga a quien le gustaría que emergiera esta riqueza, «que se conozca, se catalogue completamente y se digitalice. Apenas hay un 10% en sorpote digital. Hoy lo que no está en la Red no existe y la manera de que esto sea conocido es que los estudiosos lo tengan accesible y puedan citar la fuente. Es un depósito fantástico». Junto a las partituras impresas y a los libros, también hay una importante cantidad de melodías manuscritas.
Todos los maestros de capilla depositaban sus obras en la catedral, pero no era esa la única forma de enriquecer sus fondos. «También llegan donaciones privadas, de ahí que haya madrigales (por ejemplo la colección cedida por Jerónimo de León a inicios del XVII) y música festiva profana, y de conventos y parroquias». Las obras para voces femeninas eran las compuestas para las monjas de clausura. «Una monja de clausura no sirvienta entraba con una dote muy alta. Les eximía de la aportación el hecho de ser músicas. Los padres desembolsaban una fuerte cantidad en el casamiento de su primogénita y a la segunda le hacían aprender música. Los organistas se ganaban un buen dinero yendo a esas casas a enseñarlas a ser bajonas o teclistas, así podían suplir con instrumentos las voces bajas a las que no llegaban por su tesitura».
Cantorales, libros, pero también muchos 'papeles' y pliegos de hidalgo llenan las estanterías el archivo. «El papel era caro y lo aprovechaban al máximo. Hasta en las esquinas de partituras componían. Tenemos borradores, melodías principales, otros papeles contienen el texto y una voz. Eso era transformado por otros maestros para interpretarlo según sus recursos; las parafraseaban, engrandecían o empequeñecían». Pero la mayoría de esos pentagramas renacentistas no se pueden interpretar hoy sin el trabajo previo de transcripción a notación moderna y su edición.
Soterraña recibe peticiones diarias de estudiosos. «Por ejemplo, desde Hispanoamérica nos piden obras para completar sus fondos que saben están aquí y desde Estados Unidos, villancicos, están de moda. En último curso, un investigador de la ESMUC solicitó repertorio para viola de gamba y chelo, y desde la Universidad de Valencia, repertorio de tecla. Otro profesor de Cambridge nos pidió la música para bajo continuo y voces del inicio del XVII escrita por un compositor inglés católico, una rareza. Y al menos dos veces al mes nos solicitan obras desde otras catedrales españolas». Aguirre conoció a Aizpurúa en el Archivo. «Fue un hombre muy generoso que lo abrió a todo el mundo y registró rigurosamente cada petición». Y eso que hasta que se arregló la torre de la catedral, el frío y la escalera de caracol no ayudaban a trabajar allí.
También le trató, cuando el Archivo era un gélido depósito, Antonio Baciero, pianista cuya labor de investigación siempre ha estado ligada al interés del intérprete, «lo hallas, lo transcribes y lo llevas a la gente». Allí encontró unas sonatas que figuraban de Nebra y él concluyó que eran de Scarlatti. «Ahora estoy seguro de que me equivoqué, son de Sebastián de Albero». Baciero, que ha hecho muchos programas dedicados a los inéditos, estrenó «varias partituras de Sebastián Raval en los conciertos de Las Edades del Hombre. Palestrina o Tomás Luis de Victoria comparten estantería con Camargo o Martínez de Arce, todos esperando sonar.
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