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Al final sí. Al final, cuando el equipo entero salió para decir «adiós, amigos, fin de gira, lo que hasta ahora era presente ya es historia, recuerdo, nostalgia». Al final, después de Jorge Arribas desatado, de Carlos Raya a la carrera. Al final de ... los 41 conciertos por teatros que siguieron a los 21 conciertos por grandes recintos, siempre lleno. «Que voy a llorar, pero de alegría», dijo al principio Fito Cabrales. Y al final, después de cien besos con la banda, de mil abrazos, allí estaba, despojadas la gorra y las gafas, la lagrimilla incontenible.
Era el colofón de un recital peculiar. En ese auditorio siempre imponente que es el Miguel Delibes, la alfombra sobre el escenario invitaba a reducir el vértigo un poquito. A pausar el rock and roll. Y eso convirtió el concierto de Fito y Fitipaldis (con Fetén Fetén acoplados a la perfección) en un menú degustación de letras, que esta vez se paladeaban más despacio, más profundas.
Con retrogusto.
Porque en cada pelo cano, en cada calva, en cada kilillo de más, en cada adolescente que acompañaba a sus padres, se intuían trayectorias vitales entrecruzadas con la música de Fito. Los años pasan. ¡Carpe diem! O como cantaba Fito, «nunca se para de crecer, nunca se deja de morir».
Ese fue el mensaje de una noche emocionante, intensa. De recuerdos entremezclados mientras cantas una décima de segundo más despacio, y por tanto, escuchas una décima de segundo más. Y te ves a ti mismo, muchos años antes, con tu hija mayor, apenas una canija, en el Polideportivo Pisuerga. «Y poco a poco se hace de repente y me tropiezo con los días». Momentos en que la música te acompañó. Las dos peques con la camiseta de Fito, rumbo a un viaje en coche con su padre para que su madre pudiera rematar tranquila la tesis doctoral. «Papi, pon a Fito». Una frase mil veces repetida y mil veces seguida de coros familiares al ritmo, quizá, de 'A la luna se le ve el ombligo'. «Ojalá me hubiera dado cuenta antes. No siempre lo urgente es lo importante».
La vida, musicalizada. Tu hija pequeña dando la espalda al escenario. Esperando a su madre, que llega tarde al concierto. Porque hay que cuidar a la abuela. Pero también porque el whatsapp arde. Un bombero amigo del pueblo desgrana novedades: el pueblo está rodeado, lo han evacuado, las llamas amenazan. Hasta mediado el concierto no llega la paz por la pantalla del móvil. «Ruinas. ¿No ves que por dentro estoy en ruinas?».
Frases que, en la intimidad del Miguel Delibes abarrotado, restallan. Que de pronto reconoces como compañía habitual. Sí, también esta. «La vida se nos va tan rápido... No hay tiempo de sentir el vértigo». Porque la puta muerte se inmiscuye en la biografía. «A veces duele más que un látigo».
Canta Fito que «la vida eterna solo dura un rato» y escoge, para ese momento de artistas sentados en semicírculo, de invitación a escuchar confidencias, sueños, pesadillas, una canción que es la esencia de esta degustación de carpe diem. «Me quedo aquí», empieza, con Fetén Fetén y el resto de la banda entusiasmados, brillantes. «Me quedo aquí, en mi lugar seguro». Ojalá que sí. Ojalá que siempre.
Pero no. En otro concierto para entreverar la biografía de cada cual, en los momentos en los que todo el equipo de Fito y Fitipaldis se abraza para festejar otro final, llega la última canción. Que insiste. «Lo que me llevará al final serán mis pasos, no el camino». Disfruta, vive, canta. «Que la vida se nos va, como el humo de ese tren. Como un beso en el portal. Antes de que cuente diez». Carpe diem, Fito.
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