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eduardo roldán
Lunes, 13 de julio 2015, 11:28
Ser negro, apellidarse Parker y elegir como instrumento el saxo alto puede verse de entrada como un acto de inconsciencia o de prepotencia mayúscula, pero al cabo, cuando uno ha entrado por el sendero que ese inconsciente/prepotente propone, se da cuenta de la necesidad inevitable de tal elección, que por tanto no fue tal. Una vez se ha escuchado soplar a Maceo Parker, resulta imposible imaginárselo con otra herramienta en las manos; la propuesta puede ser más o menos afín a las preferencias estéticas del oyente, pero lo innegable es que es genuina, cimentada en una voz tan convencida como personal.
Una propuesta a la que en modo alguno se le puede etiquetar de jazz, o solo de una manera intermitente, puntual: esencialmente cuando el líder de la banda o alguno de sus largos y fieles lugartenientes en la sección de vientos Fred Wesley en el trombón y Pee Wee Ellis en el saxo tenor, cuya fidelidad, forjada desde los tiempos en que daban cobertura sonora a los saltos espasmódicos de James Brown, no alcanzará, lástima, el concierto de Valladolid se llevan la boquilla a los labios y solean, por lo general durante no más de un par de chorus. Y es que en un concierto de MP la improvisación, y el riesgo que esta conlleva, se subordina a una puesta en escena muy bien aprendida, muchas veces repetida aunque no por ello rígida o formulaica, en donde la liebre de la sorpresa es más difícil que salte; una banda con una profesionalidad a prueba de bombas, en la que cada miembro sabe lo que se le pide y es capaz de darlo en el momento preciso, haciendo que el motor interno de la música ni se cale ni zozobre: una banda pues en sentido pleno, un todo orgánico donde el conjunto aporta siempre algo más que la suma aislada de sus partes.
Esta reducción del margen de la sorpresa se compensa en gran medida con la absoluta entrega que MP despliega en el escenario. Ninguna de las grabaciones hechas a su nombre ha sido capaz de apresar la energía que los directos irradian, la intensa comunión que logra establecer con el público y, más destacable, que logra que el público establezca entre sí; en los momentos de mayor éxtasis este se entrega como se entregaría una congregación de fieles en una misa de góspel, solo que aquí la ceremonia es pagana y los fieles no pretenden el cielo sino solo envolverse en groove (atención a la sección rítmica) y dejarse llevar. La ventaja de estos fieles es que ellos tienen la casi certeza de conseguir lo que pretenden.
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