J. A. Pardal
Jueves, 19 de marzo 2015, 08:09
Dice el viva la virgen de Sabina, citando a Jaime Gil de Biedma, que la temporada en la que escribió y dio música a las canciones de '19 días y 500 noches' fue el último verano de su juventud. Y bien larga la tuvo, porque el que seguramente se ha convertido en su punto de inflexión personal y por ende musical fue un trabajo elaborado cuando el de Úbeda contaba ya con cincuenta años.
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No oculta que aquella época fue de las últimas en las que trasnochaba para componer hasta tres días seguidos sin dormir con papel, boli y guitarra al lado- y para otras muchas cosas más. La última vez en la que para trabajar se bebía todo el whisky que tenía a mano, fumaba lo que sus pulmones le dejaban y hasta lo que alguien le pasaba de tapadillo y se ponía de coca. No es una acusación, es algo que él mismo no duda en reconocer.
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Fue un canalla, pero hasta llamarle canalla podría quedar demodé, como decir eso de granuja, o incluso cabroncete. Sabina es un tipo peculiar, rojo hasta la médula, mujeriego y de ideas claras que expresa contundentemente. Se exilió con la dictadura como así creía que debía hacerlo, comenzó a labrarse su futuro en Granada y en Londres y volvió para convertir La Mandrágora en un mito efervescente que aún sorprende a todo el que se acerca a aquellas canciones tan diversas que creó junto a Krahe, Alberto Pérez y el guitarrista Alberto Sánchez
Dio lo máximo de sí mismo por última vez en el año de sus cuarenta y diez. Y se nota. Poco más de doce meses después, en agosto de 2010 sufrió un ictus que le hizo pensar en todo lo vivido pero más aún en lo que le quedaba por vivir, en que no quería morirse, en que debía cambiar. Cuenta con sorna que cuando le sobrevino el infarto cerebral hacía ya cuatro meses que había dejado la cocaína, «igual por eso me dio», que se recuperó rápido, vivió la euforia de haber sobrevivido y justo después sufrió una depresión que le tuvo cuatro meses metido en casa.
Y es que tal vez se haya hecho mayor, pero no es su culpa, todos se hacen mayores. Si le ocurrió incluso a Fito, que pasó del 'Rompe los cristales' de Platero y Tú al 'Por la boca vive el pez' de los Fitipaldis, cómo no le iba a pasar al de Úbeda.
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Joaquín Sabina ha sido un cantante de batallitas. Excelsas, contadas de una manera que roza la perfección como su inolvidable 'Pacto entre caballeros' o la inmejorable 'Medias negras'. Ha sido un cantante de mujeres que le hirieron, le aburrieron o se le escaparon de entre las manos. Pero sobre todo ha sido, y es, uno de los mejores conductores suicidas jamás conocidos. Ha podido «hacer turismo al borde del abismo», como él mismo le canta a algún amigo suyo en su álbum 'Física y Química', y lo sigue haciendo. Con un principio de enfisema, «como es normal», como él mismo ha dicho en alguna entrevista, sigue subiéndose a los escenarios. Tal vez menos acelerado, tal vez sin pensar en la que va a liar cuando se aparte de los focos, y seguramente más taimado tras «el pastora soler» que protagonizó en su primer concierto de esta gira en Madrid.
Es también un cantante de extremos. O gusta o aburre. O encanta o enfada. Porque no deja indiferente a nadie. Decía Juan Antonio Muriel, con quien comparte la autoría de 'Princesa', que el de Jaén «escribe como la madre que lo parió», y eso no hay quién se lo quite, ni la edad ni sus achaques.
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El escenario le trae una vez más a Valladolid, en esta ocasión a cantar tal vez su último gran disco en su gira '500 noches para una crisis'. Un placer elevado. Para disfrutar, agraciadamente para sus seguidores, de que la vida de Joaquín Sabina ha durado bastante más que dos peces de hielo en un whisky 'on de rocks'.
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