Estas Navidades pasarán a la historia por su carácter epidémico y desconcertante, incluso terrorífico: confinamientos, enemigos invisibles, restricciones de movimiento, reuniones familiares con pocos comensales y miedo, mucho miedo al contagio y a la resurrección de fantasmas ancestrales… Un contexto de melancolía e incertidumbre al ... que tampoco han sido ajenas otras Navidades del pasado y del que han dejado testimonio los grandes de la literatura y el periodismo, como Larra, Dickens, Galdós, Alarcón o Bécquer.
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En «La Nochebuena de 1836», Larra tercia la capa, cala su sombrero y sale meditabundo a rondar de calle en calle, envuelto en una nube de funestos presagios; describe el periodista madrileño un ambiente festivo en el que cree entrever una extraña sombra: «figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba». Fígaro, con el rostro deshecho, describe un pueblo palpitante y bullicioso, en medio del ruido de los panderos y la bacanal, y a un criado asturiano suyo completamente ebrio que «no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad», en la que «el surtido todo igual, ordinario y a la rústica». Es por boca del astur por la que comienza a hablar la conciencia del literato y escritor, reprochándole su «banquete de vanidad, en que cada bocado es un tósigo». Sin embargo, la acusación más grave que le hace su sirviente, en realidad un órgano de la Providencia, es la vulnerabilidad en el amor, su innecesaria exposición al atropello amoroso, expresado así: «tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla». En el artículo, un Larra aterrado, muy a lo Noches lúgubres de Cadalso o incluso como en algunas de las Narraciones extraordinarias de Poe, afronta la Navidad con verdadera resignación, sin poder conciliar el sueño y comparando sus trabajos inconclusos que yacen desparramados por la mesa con «esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión». Como se aprecia, siete años antes que Dickens, nuestro Larra describe en pleno delirio filosófico una amanecida del veinticinco de diciembre verdaderamente espantosa, con el protagonista en el lecho, inmóvil, acaso muerto… «tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía mañana». Al día siguiente precisamente, el veinticinco de diciembre, Larra publica en El español uno de los pasajes más célebres de la historia de la literatura: «Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta». Menos de dos meses después, el 13 de febrero de 1837, Larra se quitó la vida de un pistoletazo en la sien derecha, sin que aún se sepa verdaderamente la causa exacta de tanta desesperación.
Por estas mismas fechas, en Inglaterra, la pobreza, la miseria, la desesperanza y el analfabetismo impregnaban el país de Dickens. Los pobres determinaron su obra de manera obsesiva: campesinado, artesanado, clase obrera de las industria textil e industrial… La Ley de Pobres del 14 de agosto de 1834 trató de regularizar en vano la situación catastrófica de un país cuya prensa, en cuyas filas militaba el autor de David Copperfield, denunciaba un día sí y otro también la situación de extrema pobreza en que se encontraban sus conciudadanos. Dickens experimentó en sus propias carnes el sufrimiento de la prisión por impago de deudas: su padre hubo de confinarse en Marshalsea, la prisión de insolventes, junto al resto de su familia –una costumbre en la época, la de encerrar a los deudores con sus allegados–, y el pequeño Charles tenía permiso para ir a trabajar, embetunando calzado. Dickens, periodista antes que escritor, grabó en su memoria cada una de estas escenas, que revisó años después en compañía de «Phiz», su dibujante. De aquella realidad social y de aquellos sinsabores nacen, por ejemplo, la familia Cratchit, la protagonista de Canción de Navidad (1843) de Charles Dickens, era tan pobre que no era capaz de proveer a sus vástagos del cuidado médico necesario para mantenerlos con salud: Tiny Tim es un niño lisiado, fruto de la imposibilidad de afrontar unos gastos médicos adecuados para el tratamiento. La gente prefería entramparse con usureros antes de ir a parar a una lóbrega prisión: de ahí la construcción tan perfecta de los prestamistas Ebenezer Scrooge y Jacob Marley –su ya fantasmagórico socio– a los que pudo conocer en una de sus muchas investigaciones y excursiones de apuntes al natural. Gran parte de las novelas de Dickens impulsaron importantes reformas sociales: la publicación de Nicholas Nickleby (1839) fue decisiva a la hora de que el Parlamento sometiese a debate la situación de aquellas escuelas donde los alumnos eran sometidos a torturas y vejaciones. A Dickens no le agradaba la desatención a la que el Estado sometía a los colegios rurales, como los de Yorkshire. Y, en cuanto a la Navidad terrorífica, recuerda el susto que recibió cuando, de niño, desenvolvió los regalos de Nochebuena y, de pronto, se encontró con un muñeco gigante que lo dejó aterrorizado. Aquello supuso para él la premonición de la muerte a una edad verdaderamente temprana, a lo que se unieron las escalofriantes narraciones que le contaba su niñera; de hecho, el resto de su vida Dickens fue noctámbulo, y aprovechaba sus horas de insomnio para recorrerse las calles y descubrir personajes insólitos y hasta venidos del otro mundo, como recoge en «Historia de los goblins que raptaron a un enterrador», «El barón de Grogzwig», «Confesión encontrada en una cárcel en la época de Carlos II», «Para leer cuando anochezca», «Para ser tomado con una pizca de sal» y «El guardavía». En el primero, un claro borrador de Cuento de Navidad, ya se atisban los modos de Scrooge en el enterrador Gabriel Grub, «un hombre arisco y solitario que no congeniaba con nadie excepto consigo mismo»; y los duendecillos son un claro anticipo de los espectros, porque en su caverna, el misántropo verá el mundo.
Todo eran vislumbres y sobresaltos emocionales en el romanticismo. El granadino Pedro Antonio de Alarcón publicó a los veintidós años «La Nochebuena del poeta», el 28 de diciembre de 1855, en el diario Las Novedades. Se trata de uno de los relatos más perfectos de estas fiestas, en los que el periodista y escritor da cuenta de hasta qué se cenaba y qué villancicos se tocaban en aquel «pliegue» de Sierra Nevada. Alarcón nos describe la casa familiar, el calor del hogar y la chimenea, y las viandas que se intercambiaban en Guadix: «Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano...». Y, de pronto, su abuela paterna cantó un villancico que –dice el escritor– le heló el corazón: «La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va, / y nosotros nos iremos / y no volveremos más». De pronto, explica, con aquella copla navideña se habían desplegado ante el niño que era todos los horizontes melancólicos de la vida, con una lucidez apenas soportable para su edad, «¡como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir!. Entonces desfilaron ante mis ojos mil noches-buenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Noche-buena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años...». La lucidez existencialista del cuento continúa con el protagonista entreviendo, como en un sueño, las mil Nochebuenas más «que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, —mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX—».
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Don Benito Pérez Galdós también abordó la Navidad a través de los fantástico y lo ultraterrenal en el delicioso cuento «La mula y el buey», publicado en la revista La ilustración española y americana, el 22 de diciembre de 1876. El maestro Galdós abre el relato de una forma bastante cruda, con la muerte de la pequeña Celinina, cuya descripción minuciosa no está exenta de morbo –«el lindísimo rostro de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca»–. A Galdós le interesa el realismo para anticipar al lector la aparición fantástica y angelical de la pequeña desde el otro mundo, reclamando sus figurillas de nacimiento, que en su momento el progenitor olvidó comprarle: la mula y el buey. Una anciana mujer, al sentir el batir de alas, cuenta la leyenda de que Dios permite a los niños muertos que bajen a la tierra la Navidad a jugar con los nacimientos. Poco después, el cuerpo inerte de Celinina aparece en su ataúd sujetando sendas figuritas en las manos, en vez del ramo de flores.
Por último, no debemos olvidar aquella Navidad un tanto funesta y escalofriante de una de las leyendas más célebres de Gustavo Adolfo Bécquer, «Maese Pérez el organista» (1861), sobre el invidente y dadivoso septuagenario que, dos años después de fallecido, no se resiste a volver de la tumba para interpretar una última pieza ante su hija, en la sevillana iglesia de Santa Inés y durante la Misa del Gallo, según refiere la propia muchacha: «El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes, fuego... Entonces quise gritar, pero no pude. El hombre aquél había vuelto la cara y me había mirado...; digo mal, no me había mirado, porque era ciego... ¡Era mi padre!». Tal vez, detrás de las bambalinas de la blanca Navidad, siempre nos aguardaba agazapada la sombra del infortunio y lo inexplicable. Solo que ahora, del horror y del abismo, contamos con muchas más evidencias.
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