Vida y delirio de Gabriel Albiac
'En tierra de nadie' ha titulado su autobiografía, escrita con brillantez y brío literario
josé luis garcía martín
Martes, 20 de diciembre 2022, 14:59
Ningún hombre es de una pieza, como es bien sabido, y menos que ninguno Gabriel Albiac, catedrático de filosofía, estudioso de Spinoza, activo periodista, ... contundente panfletista. 'En tierra de nadie' (La Esfera de los Libros) ha titulado su autobiografía, escrita con brillantez y brío literario, pero él no parece que estuviera mucho tiempo en tierra de nadie, siempre supo de qué lado ponerse y a quién defender con todas sus fuerzas.
En 2003, según nos cuenta, decidió abandonar el diario 'El Mundo', que había contribuido a fundar y en el que había llevado a cabo una eficaz campaña para desenmascarar a los GAL, porque le censuraron uno de sus artículos. En ese artículo —que reproduce— afirmaba cosas muy sensatas: «Nunca dejes que la realidad te arruine un buen titular. Todo estudiante aprende en la facultad que ese es el pilar del periodismo que vende. Nunca dejes que unas declaraciones aburridas te arruinen un titular en letras gordas».
Eso fue lo que al parecer le ocurrió con unas declaraciones sobre la guerra de Irak, manipuladas en el diario. Tras un titular que las presenta como «argumentos a favor de la guerra», se reproducen sus palabras que «dicen exactamente lo contrario de lo que el titular dice que dicen». Y añade: «A mí me pagan por razonar. No por dar doctrina».
Veamos cómo razona Gabriel Albiac: «Mi habitación en la Maison de Cuba parecía un horno: bendita calefacción francesa: son las ventajas de no haber fulminado las centrales nucleares por la pura cobardía de Felipe González tras el asesinato por ETA del ingeniero jefe Ryan en Lemóniz»; Fidel Castro fue un «subnormal barbudo»; comparado con el islamismo «Adolf Hitler sería un avanzado de las libertades públicas».
Pero En tierra de nadie es algo más, bastante más, que un vehemente panfleto, que una crónica de la lucha entre la bestia —el islam— y el ángel, el estado de Israel, «la sola Europa que nos queda», el único territorio no invadido por la barbarie.
Gabriel Albiac, con un estilo sincopado y una alternancia de tiempos muy cinematográfica, comienza hablándonos de su ingreso en la universidad, el año 1967, y en la militancia política. Cuenta con eficacia las ilusiones del 68, su descubrimiento de la filosofía y de París, su admiración por Althusser, al que seguiría fiel hasta el final. Y se refiere, con emotiva sobriedad, a sus orígenes familiares: el padre fue uno de los sublevados en Jaca, represaliado del franquismo. Hay mucho de novela en la vida de Albiac.
Su primera pareja era hija de Julián Grimau, fue testigo de algunos acontecimientos cruciales del siglo XX, como la caída del muro de Berlín o el hundimiento del régimen de Ceaucescu, pasó un temporada de vagabundeo solitario en Grecia, se dedicó a callejear por París durante un año sabático.
Vivió intensamente los años ochenta y nos deja precisos testimonios de algunos de los conciertos a los que asistió entonces, inolvidables hitos generacionales, y de otras heridoras anécdotas como aquella vez que le visitó Eduardo Haro de madrugada acompañado de una oronda mujer que acentúa su escualidez: «Perdona que te dé el coñazo a estas horas, Gabriel. Ando fatal. ¿Podrías prestarme unas pelas para el caballo…?». Eduardo Haro había escrito «algunos de los más lúcidos alegatos contra el imperio letal de la heroína en el Madrid de los ochenta», pero él mismo no podría contra ella.
Retrato generacional
La autobiografía de Albiac es también un retrato generacional. Y muchos se reconocerán, nos reconoceremos en ella, hasta en mínimos detalles, como aquella sorpresa al enterarse por la mañana de los últimos fusilamientos del franquismo, en septiembre de 1975, tras la información del día anterior sobre el Consejo de Ministros, que daba a entender que se habían concedido los indultos.
Pasamos de la admiración a la indignación varias veces a lo largo de estas páginas. También hay lugar para cierta burlesca incredulidad. Al ingresar en el partido comunista, en 1971, «tras una larga deriva por partidos maoístas», quiso dejar claro ante los responsables sus ideas al respecto; reproduce «los términos literales» de sus palabras: «Pido la entrada por riguroso pragmatismo. La línea del Partido me parece errónea de arriba abajo: todo acabará mal si no se modifica esencialmente». La respuesta que le dan es todavía más inverosímil: «No es problema. Muchos en la organización piensan lo mismo». ¡Y ese era el partido férreamente estalinista que no dejaba margen para la discrepancia!
Y por si fuera poco, añade el que aspira a ser nuevo militante: «Santiago Carrillo me parece un personaje siniestro. Vendería a su madre —y, por supuesto, al Partido— por una pizca de poder. Y los vendería a quien fuese. Siempre que pagara al contado, claro».
Con lo que gana Albiac como catedrático de universidad no tiene, nos dice, ni para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas. No puede por eso abandonar el periodismo. Tras pasar por La Razón, acaba recalando en el ABC. Cuando recibe el premio Mariano de Cavia, que para él es como ingresar en el Olimpo, dedica una enfervorizada crónica a describir el acto de entrega y parece poner los ojos en blanco al ingresar en una nómina en la que están Pérez de Ayala, Chaves Nogales, Julio Camba y todos los grandes del periodismo español.
Olvida que entre los galardonados se encuentran también José Cuartero, José Andrés Vázquez, Horacio Sáez Guerrero y otra porción de ilustres desconocidos o de conocidos no demasiado prestigiosos, como Ricardo de la Cierva.
El fervor comunista que un tiempo tuvo Albiac se ha convertido, como el de tantos, en visceral anticomunismo. Pero el anticomunismo ya es casi tan reliquia, como el comunismo. El odio de Albiac se ha trasladado a la izquierda española —primero a los gobiernos de González y Zapatero, luego al actual «contubernio bolivariano»— y sobre todo al islam, en guerra desde 2001 contra el mundo civilizado. La irracional islamofobia de Albiac no parece tener límites: el Islam es «mil veces más exterminador que el nazismo».
Algunas muestras de su paranoia nos harían sonreír si no sirvieran para justificar el terrorismo de Estado de ciertos países. Él y su pareja pasan unos días felices en un rincón paradisíaco de las Islas Mauricio, con playas «salvajemente inaccesibles «para los que no han pagado las cuotas, para los de aquí impensables, que pagamos los europeos», y deciden visitar el cercano puerto indígena. De pronto, alzan los ojos y ven «un batallón de hombres solos, con túnica, chilaba y atavío capilar inequívocamente musulmanes» que los contemplan «con un odio frío». Y escapan a su refugio: habían olvidado que Mauricio es tierra islámica. Todavía no había ocurrido el atentado de las Torres Gemelas, pero el perspicaz turista de lujo —unas vacaciones en la miseria de los demás, diría Julián Rodríguez— ya lo vio en los ojos de aquellos hombres «inequívocamente musulmanes», esto es, malvados.
Frente a la figura diabólica de los musulmanes, Albiac ha creado un identidad angélica: Israel. La menor insinuación —y hay más que insinuaciones en Naciones Unidas— de que pueda estar cometiendo crímenes de guerra contra los palestinos es una muestra de antisemitismo. Gabriel Albiac, que afirmaba que le pagaban por pensar, no por impartir doctrina, ha abdicado de pensar. No sabemos la razón. Podemos quizá suponerla recordando que, como catedrático de universidad, apenas si ganaba para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas; el periodismo —cierto periodismo— parece estar mejor remunerado.
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