![El Unamuno epistolar y deslenguado](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/201711/21/media/cortadas/Imagen%20Quay%20(29425026)-kJUF-U50174448565gZF-624x385@El%20Norte.jpg)
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Valladolid
Martes, 21 de noviembre 2017, 12:25
La ingente labor de recuperación de la magna obra de Miguel de Unamuno que afronta desde hace años la Universidad de Salamanca (USAL) recala al fin en su Epistolario. Es éste un puerto complicado en el que atracar, porque el autor de ‘Niebla’ fue un auténtico adicto al género de la carta, que cultivó con profusión, e incluso entusiasmo, durante toda su vida, con una gran diversidad de estilos, registros y propósitos. Los autores de la edición de la USAL, Colette y Jean Claude Rabaté, han logrado recopilar 2.800 epístolas del escritor –cifra muy superior a la que se conocía hasta ahora– que pretenden publicar progresivamente en un ambicioso proyecto pensado para ocupar diez volúmenes. Esta mañana se ha presentado en Salamanca el primero, el único publicado hasta ahora, que recoge 300 cartas de la juventud del escritor, de 1880 a 1899, y que se detiene justo antes de que el novelista y pensador fuera nombrado rector de la Universidad de Salamanca. Aún así, estamos ante un libro de más de mil páginas, cuidadosamente editado y anotado, que permite redescubrir al Unamuno más desinhibido, deslenguado y locuaz.
Y es que, si el escritor hizo gala durante su vida de una insobornable libertad de criterio, en sus epístolas, quizás por su carácter privado, o menos público que sus artículos o ensayos, va todavía más allá. Es posible intuir el curso de sus pensamientos, y ver cómo da rienda suelta a sus ideas del momento, o cómo se deja llevar por juicios impresionistas, rápidos y a menudo agudos, sobre un gran número de asuntos de actualidad que despiertan su interés, ya sean políticos, sociales o literarios.
El Unamuno de las cartas es un escritor de pensamiento rápido y pluma afilada, que se somete aún menos que el hombre público a los dictados de la corrección o de la conveniencia social. Ello deriva en ocasiones en intercambios epistolares conflictivos, o cuanto menos tensos, que requieren con frecuencia escritos de aclaración, o de rectificación, pues la rapidez del mensaje a menudo deriva en malentendidos o una deficiente expresión de las propias ideas. Cuando no asistimos, pura y simplemente, a un cambio de criterio, o a una rectificación. Un buen ejemplo es el intercambio epistolar que mantuvo con el poeta nicaragüense Rubén Darío, cuya poesía Unamuno inicialmente menosprecia, por sentirla demasiado neogongorina y afrancesada, poco autóctona, para finalmente reconocer en 1899 que Darío, «por ser más hondamente americano que otros poetas de América» es justamente «más universal y humano» que ninguno de ellos.
El ‘affaire Rubén Darío’ revela que en los tiempos previos a las redes sociales los malentendidos y los enfrentamientos verbales todavía tenían alguna posibilidad de encauzarse, especialmente si los protagonistas eran dos mentes lúcidas e inquietas. En este caso, además, la reticencia inicial dio paso a una amistad y una colaboración mutuas: Rubén Darío facilitó al escritor que pudiera publicar en periódicos hispanoamericanos, como ‘La Nación’, en Argentina, y el español hizo lo propio abriéndole al autor de ‘Azul’ las puertas de ‘Vida nueva’.
Ambos eran conscientes de la importancia de los periódicos de la época como instrumentos imprescindibles para darse a conocer y hacerse un nombre público, paso previo necesario para cualquier aspiración literaria. Y no digamos si, como ocurría con Unamuno, pretendía, además, jugar un papel activo en la sociedad de su tiempo como voz capaz de influir en los acontecimientos. Los editores del Epistolario constatan que Unamuno, con el paso del tiempo, va tomando conciencia, cada vez en mayor medida, de que sus cartas, incluso las más privadas, pueden no serlo tanto. La experiencia propia, de escritos suyos divulgados por su receptor en periódicos y medios públicos, a veces sin su consentimiento, le hace ver que el carácter privado de las cartas quizás sea, después de todo, una ficción. Pero también la experiencia ajena evidencia el peligro de que lo que se escribe impulsivamente sea en el futuro juzgado como expresión de la más honda expresión del autor. «Como quiera que se ha extendido mucho la costumbre de publicar a la muerte de los grandes hombres su correspondencia privada, para así, tomándolos de conejillos de Indias, estudiarlos mejor psicológicamente, son muchos los que, yendo para grandes hombres, en sus íntimos propósitos miran y remiran cuanto escriben a su novia, o al amigo, o al prestamista, en previsión de que muertos ellos lo publiquen», le confiesa a su amigo Casimiro Muñoz, en 1899.
«Esta condenada literatura, al acentuar el egotismo ha hecho que nos convirtamos todos en teatro de nosotros mismos, y vivamos representando un papel. ¡Es tan difícil ser como se es, naturalmente, sin artificio!», concluye.
El propio escritor utilizará en su beneficio las ambivalencias del género epistolar, y de hecho él mismo animará en ocasiones a los receptores de sus cartas a darles difusión pública, para contribuir a la promoción de sus ideas. Y otras veces aceptará con deportividad la transgresión de la privacidad de sus escritos, e incluso puede que cuente con ella, de una forma tácita. No solo eso, sino que en su ‘Diario Íntimo’ reconoció que él también participaba de esa «mirada de la posteridad» que unas líneas más arriba censuraba en otros: «¿Acaso cuando he escrito ciertas cartas no ha pasado por mi mente la idea de que el destinatario las guardará? ¿No he soñado acaso, en momentos de abandono, en que muerto yo se coleccionarán aquellas y se publicará mi correspondencia? ¡Triste vicio de los literatos! ¡Funesta vanidad que sacrifica el alma al nombre! En ninguna parte como entre literatos son fatales las consecuencias del amor propio enfermizo, con su cortejo de envidias, soberbias, orgullos e hipocondrías. ¡Escribir cartas para la posteridad!». No es fácil saber cómo interpretaría Unamuno la edición de su voluminoso Epistolario, a la vista de estas palabras, aunque seguramente, si pudiera verlo, esbozaría una sonrisa y solo diría: «Os lo dije».
El novelista y pensador, tan vinculado a Salamanca, era consciente del carácter compulsivo de esta tarea autoimpuesta de expresarse mediante manuscritos con un variado número de corresponsales. Incluso le dio nombre a su vicio: epistolomanía. «Estoy convencido de que jamás me curaré del vicio de divagar y escribir cartas como Horacio odas», le asegura a Clarín en 1895.
En cualquier caso, la actitud diletante que el escritor desarrolla y alimenta en sus misivas no puede considerarse, de ningún modo, ni remotamente, una pérdida de tiempo o un capricho. Aunque se queje de que las demandas epistolares se multiplican tanto que apenas tiene tiempo para atenderlas, las cartas son, para Unamuno, una mesa de operaciones muy provechosa, como explican Colette y Jean-Claude Rabaté. Le sirven para ensayar ideas, para comentarlas con personas cuya opinión estima, para rectificarlas si hace falta antes de llevarlas a la letra impresa… También le permite mantenerse al tanto de los asuntos de actualidad, y son, asimismo, un modo de intervenir en la vida pública y de ganar influencias y aliados. La actividad epistolar no es en Unamuno actividad secundaria, o desligada de su trabajo literario o de pensamiento, sino que, muy al contrario, está estrechamente ligada a ambos. Sus epístolas permiten conocer el origen de sus obras, e incluso su gestación, y documentan sus cambios de criterio, o la evolución de sus ideas, de forma más rotunda que sus artículos de prensa, donde ésta ya puede verse.
En el primer tomo del Epistolario nos encontramos con el nacimiento de la vocación de Unamuno como intelectual comprometido con su tiempo, y también se expresan con especial claridad sus iniciales simpatías hacia el socialismo. Un socialismo, en cierto sentido, ‘ideal’, aunque a él no le gustaría la palabra, que le lleva a definirlo, en un artículo publicado en la revista ‘Lucha de clases’, en 1894, como «la religión de la humanidad». Enemigo de los socialismos burgueses, Unamuno, sin embargo, cree que su socialismo marxista ‘limpio y puro’ es, sobre todo, «libertad, libertad, verdadera libertad».
Y se extraña de que tantos en su tiempo adviertan de que el socialismo busca acabar con la propiedad privada y centralizar todo el poder en el Estado. La posterior experiencia de la Revolución rusa pondrá a cada cual en su sitio y, de hecho, éste será uno de los asuntos en los que más evolucionará el pensamiento del escritor.
Resulta iluminador comparar las entusiastas proclamas socialistas de sus cartas y escritos de esta época con el escepticismo duro y crítico que Unamuno expresa en sus artículos de prensa durante la Segunda República, que le convierten en uno de los intelectuales que vio con más claridad la deriva peligrosa de su tiempo. En este primer volumen, sin embargo, nuestro hombre todavía es capaz de escribirle una carta a su preocupada madre en la que le dice: «Solo te ruego que me creas que el socialismo no es nada de lo que tú crees».
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