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Agradece «la cortesía» del jurado por acordarse de él para el Premio Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades, pero hay motivos sobrados para reconocer el trabajo de Teófanes Egido, un investigador de lo incómodo y de los márgenes, al que atraen sobre todo « ... los que no son el poder». Un veterano de muchas lides históricas que ha desarrollado un saludable escepticismo con el que se protege de la realidad y de cualquier tentación de envanecimiento. «Lo único que enseña la Historia es que caemos siempre en lo mismo. No aprendemos nada».
El trabajo investigador de Teófanes Egido se ha desperdigado por diversos territorios que confluyen en dos mundos más o menos coherentes. Por un lado, el estudio del siglo XVIII, hacia el que le encaminó su maestro Antonio Bethencourt, y, por otro, la historia de personajes o situaciones relativas al mundo eclesial al que Egido pertenece por su condición de carmelita descalzo. Y sobre estos dos grandes territorios de trabajo se superponen, a su vez, dos miradas: el estudio de las mentalidades, de las creencias y convicciones de cada época, y cómo condicionan el abordaje de la realidad, y su compromiso con la realidad local de Valladolid, ciudad de la que ha sido cronista oficial y a la que ha dedicado numerosos estudios de investigación y divulgativos, entre los que destacan los dedicados a San Pedro Regalado.
«El siglo XVIII es el que más he estudiado. En la época en la que yo comenzaba era un siglo que había sido abandonado y que se miraba mal, porque se interpretaba como lo negativo de la propia historia de España», explica Egido, nacido en Salamanca, pero asentado desde muy pronto en Valladolid. «Ahora es muy reivindicado, pero a mí me interesa la historia, no la ideología».
Todo comenzó con El duende crítico, el anónimo autor de unas hojas volanderas, escritas a mano y que se distribuían de forma clandestina en la corte de Felipe V. Egido supo del 'duende' por su maestro Bethencourt, pero también porque algunas de esas hojas podían encontrarse aún en conventos carmelitas. Para mayor abundamiento, el autor de aquellas primeras expresiones de crítica política era de la familia. Es sabido que detrás del pseudónimo estaba Fray Manuel Freire da Silva, un carmelita descalzo portugués que fue apresado, pero logró escapar. Aquellos estudios de Egido fueron pioneros en el estudio de la opinión pública en una época sin periódicos. «Las sátiras eran la única fuente para conocer las opiniones críticas con el poder».
Hablar con Egido es verse envuelto en un mar de conexiones inesperadas. Por ejemplo, la que lleva del Duende Crítico al erudito Feijoo pasando por el monasterio de San Benito de Valladolid. «Feijoo, que era monje benedictino, pertenecía a la congregación de San Benito de Valladolid, que hasta el siglo XVIII fue el centro de todos los monasterios benedictinos de España', explica. «Feijoo era gallego y vivía en Asturias, pero dependía de aquí jurídicamente y venía a los capítulos y tenía su silla». Se refiere a los asientos de la sillería que se conserva en el Museo de Escultura, cada una asignada a un monasterio del país.
Y si volvemos a la infancia, otra de las preocupaciones del investigador carmelita, nos lleva a uno de sus primeros y más celebrados trabajos 'La cofradía de San José y los niños expósitos de Valladolid' en el que se revela el altísimo porcentaje de niños que eran abandonados entre los siglos XVI y XVIII. «El 25% de los bautizados en la ciudad eran expósitos», explica Teófanes Egido. «La infancia es una creación de la Ilustración. En las épocas previas la niñez era muy distinta. Los niños enseguida trabajaban con la familia o aprendían en un gremio. Y sus muertes no se vivían con drama, como ahora, porque eran muy frecuentes».
De la infancia de un carmelita célebre, San Juan de la Cruz, se ha ocupado también Egido, que ha descubierto que, frente a las invenciones habituales de las hagiografías, la familia del poeta vivía en la miseria. «A José Jiménez Lozano le gustaba hacerle morisco, Mudejarillo le llama en uno de sus libros, pero no hay base documental para ello. Lo que sí sabemos es que la familia de San Juan de la Cruz era pobre de solemnidad y que se asentó en Medina del Campo porque allí había más limosnas. Su madre ejerció un tiempo como ama de cría, pero luego vivió de la mendicidad». En Medina pudo el futuro santo entrar en un colegio de los Doctrinos, fundado por los jesuitas, que admitía a niños pobres. Y es justamente en la Villa de las Ferias donde lo encuentra Santa Teresa, en una de sus primeras fundaciones, y lo suma a su movimiento reformado como figura principal.
La cofradía de San José que se encargaba de atender a los niños abandonados de Valladolid -y que era financiada en parte con impuestos municipales- conecta con otro de los ejes de trabajo de Egido, el de los estudios josefinos. El ha sido durante muchos años secretario del primer Centro de Estudios dedicado a San José en el mundo, y hoy único de España. Y de forma inesperada estas labores investigadoras nos conducen hacia Santa Teresa de Jesús, otro de los centros de su atención historiadora. «Santa Teresa fue la gran impulsora del culto a San José, a través de la mención que hace de él en su Libro de la Vida. Lo cambia todo. Hasta ella, a ningún niño se le ponía de nombre José mientras que desde el siglo XVII es el nombre más frecuente en España. Y lo ha seguido siendo hasta hace menos de veinte años», explica. Un ejemplo práctico de ese estudio de las mentalidades en el que Egido destaca y que le lleva a explorar cuán distinta podía ser la cosmovisión de quienes nos precedieron respecto de la nuestra. «Hoy existe un presentismo excesivo que nos lleva a ignorar lo heredado y a juzgar el pasado con criterios de hoy, ignorando las circunstancias en las que se desenvolvió, y eso es un gran error. Hay que comprender antes de juzgar».
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