José Sacritán, junto a la entrada de la exposición. J. N.

Una tarde con Delibes: Sacristán y mascarillas

Madrid responde muy positivamente al Centenario Delibes. El Norte de Castilla reconstruye una tarde cualquiera en la exposición, con sus famosos y sus anónimos visitantes

Jesús Nieto Jurado

Valladolid

Domingo, 27 de septiembre 2020, 08:50

Las cosas podrían haber sucedido de otra forma, pero sin embargo sucedieron así en la tarde que fuimos a ver que Delibes está de plena vigencia en Madrid. Que las cosas sucedieron así, como se dice en 'El Camino', y que el cronista recita de ... memoria el libro en una tarde de veroño, de lo que en Roma llaman 'ottobrobatta' y es, en el Madrid que se confina con eferverscencia centrífuga, una tarde agradable de otoño.

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Y allí fuimos a la exposición 'top' –que dirían los modernos–, al acontecimiento fetén del otoño cultural madrileño: esto es, a la retrospectiva de Miguel Delibes, a la que el pueblo madrileño ha respondido masivamente según los parámetros que manejamos en Cultura.

Visitantes en la exposición

Es verdad que Madrid, –el 'todo Madrid'–, tampoco pudo estar en la tarde fría e inaugural con la Familia Real en el homenaje de la incómoda capital al escritor. Es hasta cierto punto desazonador que para un hombre tan refractario a los homenajes como Delibes, fuera necesario este homenaje centenario y real que comanda Jesús Marchamalo. Pero se ha hecho, y era justo por las generaciones venideras que tienen derecho a conocer a Miguel Delibes en cuerpo presente pese a que hayan nacido en Las Rozas o Los Carabancheles.

Aunque, seamos justos, no es un dato menor el desdeño de Delibes por Madrid. Como ha analizado hasta la saciedad el profesor Aparicio Nevado, en la correspondencia entre Pacorris (Francisco Umbral) y Miguel Delibes hay, en este último, mucho menosprecio de corte. Y eso siendo académico ya de la RAE. Una visión de Madrid que iba de la pereza a la abulia, cuando no al castigo. Algo que esta exposición desmonta, al menos, en una dirección.

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Es verdad que lo que en uno era fascinación por los neones, en el otro era una forma de ser que es la que el visitante a la exposición recibe: quizá por eso la referencia expositiva a Umbral sea prácticamente esa foto, ya mítica, de tres pilares del Periodismo –Umbral, Delibes, Leguineche– que pasean ajenos al futuro en el Campo Grande y donde ningún visitante, ay, se detiene. Y justo en esa instantánea está, sin embargo, la santísima trinidad del periodismo literario en España.

Que digo que las cosas podrían ser de otra cosa, de otra manera, y el Mochuelo así lo contó en otros términos y en otros parajes. El cronista pudo contar un día normal, pero las cosas sucedieron de forma normal y pandémica hasta que apareció un personaje delibesiano, Pepe Sacristán, del que luego hablaremos.

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A la exposición de Delibes se va llegando después del menú que pone Pepe Bárcena, en el Café Gijón, y de los que quedan pocos en este tiempo distópico en el que nos acabaremos comiendo hasta las ratas –de río–. En los bajos –digamos la parte baja del edificio de a BNE y del Museo Arqueológico– hay como una oscuridad grata para los que salen de Gijón y van a seguir el recorrido literario a media luz, como el tango.

No es este texto una guía de la exposición de Delibes, sino más bien un breviario de los sentimientos de la gente que entraba y salía la misma semana en que Madrid volvía a sentir el helor de la muerte y de la tumba sin nombre. Las mascarillas no dejan más que espacio al laconismo, pero entre las mascarillas este cronista vio ciertas lágrimas cubiertas de la infancia lectora y un retorno al útero maternal del escritor ( si la metáfora es acertada, claro).

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El visitante que sabe que Delibes es el epicentro del cultureo 'madriles' en el septiembre raruno entra, pues, en la Biblioteca Nacional y se topa con una fotografía atemporal del autor. No es el Delibes de los últimos años, y su mirada invita con nobleza austera a entrar en las catacumbas de la Biblioteca Nacional. Nada más entrar hay un gallego en tirantes negros y rapado, fascinado, tirando a zurderas, sorprendido gratamente de que Miguel Delibes «se las tuviera tiesas con Manuel Fraga» por esas cosas de la libertad de prensa que lleva tan a bandera este periódico. Esos capítulos no muy venteados en los que a Miguel Delibes se le llamaba al orden por, y cito textualmente, «hacer fracasar el experimento de liberalización de la prensa española».

Los visitantes

Rubén Núñez es de Celanova –por la parte de Orense– y avisa a este cronista de la dificultad de fotografiar la exposición y le ofrece, amablemente, un carrete digital para degustar la exposición en casa.

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Sobriedad, es sobriedad lo que destila la exposición y lo que invita a un silencio contemplativo; como de lectura y de siesta en Sedano. Por eso hay matrimonios que se guardan las distancias y a los que sorprende, como un rayo divino en la penumbra, el retrato de Angelines que pintara en su día García Benito haciendo buena la frase de que el cromatismo es la inmortalidad, en este caso de Angelines. Allí paran los visitantes como en un altar laico y entienden la tragedia del escritor. Un extranjero con panamá se toca con fruición la barbilla mientras ve los bocetos del joven Delibes caricaturista y se hidroalcoholiza de panel en panel en un rito entre sorprendido e higienista.

La exposición es cronológica, interactiva, pero sobria, insístase en ello. Una sobriedad aliviada con los retratos de juventud de Delibes, su bicicleta, su cuerpo enjuto que nos lo recuerda a un Julio Jiménez con más clase. Frente al tópico del escritor ensimismado, hay quien explica que Delibes había sistematizado la apropiación del lenguaje, y que así daba verdad a todas esas expresiones de sus criaturas. Antes de llegar al espacio dedicado a El Norte de Castilla, a Delibes se le ve feliz, familiar, siempre con un fondo de naturaleza que en estas circunstancias se agradece más que un manuscrito, pues que su caligrafía es patrimonio nacional y nos la sabemos desde Bachillerato. Delibes ante el Teide en retrato familiar y así.

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Y ya, previa a la segunda cava, surge una sala hipóstila de la que sale una voz narradora, conocida, grave y que ha dejado de ser nasal: es la de Pepe Sacristán que en ese momento justo se escucha a sí mismo, se quita las gafas de sol y algo comenta a Jesús Marchamalo, comisario de la exposición, en un afecto de mascarillas y penumbras.

La voz de Sacristán

Nadie reconoce a Sacristán, pero su voz retumba y eso que le ponen cara mentalmente. Anda grabando algo de TVE, y una steadycam le sigue para hacer, aún, más audiovisual la exposición. Sacristán para, templa, se sube los pantalones y Castilla no para de salir de su boca, Castilla como paisaje y paisanaje de su Chinchón a Sedano, de Palencia –donde anda de gira delibesiana– al centro herido del Madrid pandémico.

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«A Delibes no se le declama, se le dice, se le siente. Si le declamas entras en un territorio que a Miguel no le gustaría» advierte Pepe Sacristán que sabe que la lectura del novelista que tan bien conoce pasa por territorios diferentes al del teatro. Sacristán nos insiste: «Conocer a Miguel Delibes fue uno de los acontecimientos más importantes de mi vida, no sólo como escritor, sino por su condición de un ser humano de su naturaleza. Coincidimos desde las primeras de cambio, mientras yo preparaba mi Pacífico Pérez de 'Las guerras de nuestros antepasados' y nos entendimos. En el respeto al pueblo y en la amistad. La vida me ha dado, al fin, el privilegio de hacer 'Señora de rojo sobre fondo gris'.

Después el actor atraviesa un austero fragmento de 'La sombra del ciprés es alargada' como un cielo estrellado de Ávila, y Pilar, de Palencia, se estremece ante el stand de 'Cinco horas con Mario' donde un chorro de luz va de una Lola Herrera en plenitud a una caja vacía que los que fuimos tramoyistas sabemos que es el ataúd más categórico.

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Sobre el módulo dedicado a su labor como director de este periódico, dos periodistas que formaron parte de la casa y que ahora están en menesteres internacionales, sonríen y piden a este cronista que los retrate junto al Delibes que llevó la miseria del campo no sólo a los libros: y en aquel tiempo y en aquel país...

Fuera, al sol de la mercadotecnia, me dan cifras de ventas de catálogos y visitantes. A martes y 800 visitantes el fin de semana y más de cincuenta catálogos vendidos –ni Azorín– me insiste la librera. A la puerta Agustín, de Las Rozas, lleva 'El Hereje' (el único que «salvaría de la quema» según su tío). Agustín ha descubierto que Delibes no es lo que le contaron en el Bachillerato, y así se va por Recoletos –el Recoletos madrileño– abajo.

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Quizá Miguel Delibes desdeñara Madrid. Pero la exposición tiene mucha vida: estudiantes, detractores de tapadillo, profesoras de Palencia y un actor fetiche de Garci. Algún visitante ponderó su «modernidad» y, en el otoño más difícil, Madrid se viene rindiendo a Miguel Delibes sin ambages.

Y lo mejor de todo el centenariazo de Miguel es que se sacó el topicazo de la España vacía del lomo del autor: creemos que eso es un triunfo definitivo de la Literatura de Miguel Delibes. Y así lo vieron los visitantes.

Delibes queda como autor, castellano, escritor allí donde lo siembren. Moderno y eterno en el páramo.

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