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Ramón García DOmínguez
Valladolid
Domingo, 3 de noviembre 2019, 09:28
Terminé mi 'hora' anterior hablando del sentido común. Y de la coherencia y sintonía entre la vida y la obra literaria de Miguel Delibes. Delibes escribe como es y es como escribe. No hay doblez ni en su literatura ni en su discurso vital. ... Yo pude comprobarlo a lo largo de más de treinta años –¿cuántas horas suman?– de cercanía y amistad que él tuvo la gentileza de brindarme. De regalarme.
La amistad. Que debo apresurarme a decir que nació de un modo imprevisto. Lo he contado alguna que otra vez en tertulias con amigos, pero creo que nunca lo he puesto por escrito. Voy a hacerlo ahora.
Y casi casi respondiendo a una pregunta del propio escritor en alguno de nuestros paliques andariegos. Cuando una editorial castellana y leonesa publicó, en 2006, una recopilación de todos los relatos cortos delibeanos, bajo el título 'Viejas historias y cuentos completos', Miguel me regaló el libro con esta dedicatoria manuscrita: «A mi amigo Ramón, con el que he compartido más de un tercio de mi vida». A esta sazón fue cuando el escritor, en uno de nuestros paseos, se hizo y me hizo en voz alta la pregunta:
–¿Tú recuerdas, Ramón, cómo empezó nuestra relación amistosa? Yo no atino a precisar el momento...
–Yo sí. Fue al poco de aterrizar en Valladolid. Vine como redactor jefe del 'Diario Regional' y me faltó tiempo para pedirte una entrevista para el periódico.
Primer cara a cara
Aceptaste. Yo te había leído, pero no te conocía personalmente. Acudí a tu casa y yo diría que fue aquella la primera velada de las tantas que han seguido después. Zanjamos el corpus de la entrevista periodística y de seguido nos pusimos a hablar de otras cosas. De no me acuerdo qué cosas, pero creo que casi todas relacionadas conmigo. Yo soy navarro, venía de vivir y trabajar en Madrid, había estado dos años en África como docente, y todo eso empezó a despertar tu curiosidad. Eso creo.
Porque no paraste en ningún momento de hacer preguntas. Había ido yo a tu casa como entrevistador, pero acabé como entrevistado.
Delibes fue siempre un curioso empedernido. Y sabía tirar de la lengua a quien le interesaba y referente a lo que le interesaba. A veces con sutiles artimañas, con retranca siempre, pero con afinada puntería, como buen cazador.
Al despedirnos me dijiste que podía tutearte –el usted había sido mi trato hasta ese momento– y que, si no me importaba, me llamarías cualquier otro día por teléfono para volver a vernos y seguir platicando.
– Aunque mejor de paseo –concluiste–, no apoltronados, como ahora.
Y sí, rara vez volvimos a sentarnos ni apoltronarnos. Únicamente cuando teníamos algún trabajo entre manos o cuando él quería leerme algo. Por ejemplo, cuando nos llamó a Fernando Herrero y a mí para leernos su discurso de agradecimiento del Cervantes. Discurso que iba a pronunciar en Alcalá de Henares, ante el Rey, unos días después.
Un discurso melancólico
Le comentamos al unísono que nos parecía muy hermoso, pero muy melancólico. Que mira por dónde fue lo que repitió la prensa al unísono al día siguiente del premio, 26 de abril de 1994. «El más bello discurso que pueda imaginarse» ('El País'), pero triste, nostálgico, incluso pesimista.
Ese mismo 26 de abril –la entrega del premio había tenido lugar el 25– ya andábamos Miguel Delibes y yo dando nuestro paseo habitual por Valladolid, por los alrededores del Campo Grande. Los coches reducían la marcha, hacían sonar sus bocinas, y hasta bajaban algunos la ventanilla para felicitar efusivamente a su paisano recién premiado.
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