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-Buenos días, Ramón, ¿has visto las esquelas de El Norte de hoy?–Pues no, no tengo ese hábito.–Pues yo acabo de verlas y me he topado, de manos a boca, con una Minervina. ¡Y yo que creía que me había inventado el nombre ... de mi personaje! Por eso te llamo, aunque sea domingo y a lo mejor te he despertado. La sorpresa ha podido más que la prudencia. Llamada telefónica dominical de Miguel Delibes, muy expresiva de su entusiasmo y celo por este su personaje. Y no es para menos: Minervina Capa es, a mi juicio, uno de los personajes más carismáticos de la narrativa delibeana.
Oriunda de Santovenia de Pisuerga, madre frustrada muy joven, pero con leche para amamantar, entra al servicio de la casa de la Corredera de San Pablo, morada de los Salcedo, cuando doña Catalina, madre del niño Cipriano, recién parida, sufre calenturas y precisa de una nodriza. «A las doce del día siguiente -escribe Delibes al arranque de la novela- se presentó una muchacha, casi una niña, madre soltera, con leche de cuatro días, que había perdido a su hijito en el parto. A doña Catalina le gustó la chica, alta, delgada, tierna, con una atractiva sonrisa. Daba la sensación de una muchacha alegre, a pesar de los pesares. El fervor materno de aquella muchacha se advertía en su tacto, en el cuidado meticuloso al acostar a la criatura, en la comunión de ambos a la hora de alimentarlo».
Comunión y sintonía que van incrementándose a lo largo de la infancia, pero que en un momento dado se truncan, separando y distanciando a ambos protagonistas. Distanciamiento que se prolonga durante largos capítulos del libro y que lo sufre angustiosamente el protagonista, pero también el lector de la novela. Nunca una ausencia estuvo más patente en una narración novelesca. Cipriano busca a Minervina sin descanso, convencido de que «no comprende la vida sin ella». Finalmente aparece en el último tramo de la novela, en el colofón narrativo más emocionante y conmovedor que se haya escrito nunca. El reencuentro se produce cuando Cipriano Salcedo, tras el auto de fe en la Plaza Mayor, maltrecho y 'cegatoso' por las torturas de la Inquisición, y a lomos de un borriquillo camino del quemadero, una mujer toma las riendas del asno y le musita con infinita ternura: «Niño mío, ¿qué han hecho contigo?» El reo la mira esforzadamente y después de veinte años susurra: «¿Dónde te metiste, Mina, que no pude encontrarte?».
Algunos otros personajes femeninos pueblan las páginas de la novela de Delibes: como doña Leonor de Vivero, madre del doctor y predicador Agustín Cazalla; o Ana Enríquez, asidua de los conventículos de la secta luterana, presa y condenada por la Inquisición, si bien conmutada finalmente su pena por la única razón o motivo de su extremada belleza. Pero cerraré este capítulo deteniéndome en Teodomira Centeno, hija del indiano (perulero) Segundo Centeno, apodada la Reina del Páramo por su destreza en esquilar ovejas y corderos, y que acaba contrayendo matrimonio con Cipriano Salcedo.
El contraste entre el físico de ambos cónyuges provoca escenas, en las descripciones inusuales de sexo explícito de Miguel Delibes, que van del asombro a la hilaridad. Teodomira es grande y maciza, mientras Cipriano es más bien pequeño -aunque musculoso- y debe trepar -trepar escribe Delibes- por el cuerpo de su esposa para alcanzar la coyunda. Aún con lances tan inéditos en la narrativa delibeana como este, Delibes siempre es Delibes. Y más en esta su postrera novela.
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