![Pestes, esas visitas recurrentes](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202004/19/media/cortadas/Imagen%20PesteNegra-ksKB-U100959030423rGB-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Luis Marigómez
Valladolid
Domingo, 19 de abril 2020
Hace más de un siglo que no ocurría nada así. La llamada gripe española empezó (parece que en Estados Unidos) antes de acabar la I Guerra Mundial, en 1918, duró más de un año y mató entre cuarenta y cincuenta de millones de personas en todo el mundo, más gente de la que desapareció en las batallas. Pero epidemias ha habido siempre, aunque no suelen ser tan globales como la que nos ha invadido ahora, de golpe; para algo tenía que servir la inmediatez de los movimientos de la gente por el mundo. Solo la estulticia asociada a la soberbia del humano contemporáneo podía creer que nos habíamos librado para siempre de ellas. Algunos escritores a lo largo de la historia han dado cuenta de sus experiencias e investigaciones por estos trances, no tan distintos entonces y ahora.
En 1722, Daniel Defoe publica el 'Diario del año de la peste', una novela basada en la catástrofe que sufrió Londres en 1665. El relato tiene voluntad de documento, aunque sea ficción. El autor, que era un niño cuando ocurrieron los hechos, se documentó con cuidado y aparecen en el libro bastantes estadísticas de la época.
Al principio aparece la fase de negación, aquí no pasa nada, hasta que los muertos empiezan a ser insoportables y, aunque las autoridades todavía no se hacen cargo del desastre, los que pueden huyen a lugares que estén limpios, a menudo extendiendo las miasmas, que siempre vienen de fuera, en este caso Holanda, pero antes de Nápoles y Constantinopla; como casi siempre, de oriente. La autoridad extendía unos certificados de salud, para que no les impidieran seguir su viaje en los controles que cada ciudad establecía por su cuenta.
Amuletos y remedios
Entonces no se sabían las causas naturales y lo más socorrido era achacar el mal a un castigo divino por los muchos pecados de la humanidad, aunque ya empezaban a buscarse orígenes menos altisonantes. Se inventaban amuletos, que no parece que sirvieran de mucho, y remedios más o menos milagrosos, que tampoco eran muy eficaces, porque ni siquiera sabían cuál era el enemigo. Las cifras de muertos, por parroquias, ya entonces tenían el sambenito de estar trucadas. El narrador asegura saber de difuntos que no aparecían ahí. Se dictan normas nuevas, por ejemplo, que las tumbas deben tener un mínimo de seis pies de profundidad, unos dos metros, la medida estándar a partir de entonces. Una de las más terribles es el encierro en casa de todos los que tenían a alguien infectado. Se ponían unos guardianes y de allí no salía nadie hasta que estuviesen sanos, pocas veces, o perecieran todos, mucho más a menudo. Había gente que se escapaba, y extendía la infección; gente enclaustrada sin tener la peste…
Apogeo
Se establecieron unas carretas para recoger los cadáveres, siempre de noche, y cuando la mortandad fue muy grande, unas fosas comunes, cerca de las iglesias, a las que se arrojaban los cuerpos. Algunos desesperados se tiraban a ellas por su cuenta, antes de perecer. También se ponen en marcha unos alojamientos a los que acuden los apestados para ser tratados allí sin perjudicar a sus familias. Parece que funcionaron relativamente bien, y que fueron insuficientes. «Cuando afirmo que hubieran sido necesarios más lazaretos, estoy muy lejos de propugnar que se obligue a todo el mundo a entrar en dichos sitios. (…) El traslado de los enfermos habría fomentado la propagación de la peste, tanto más cuanto que dicho traslado no hubiera limpiado eficazmente de la peste la casa en la que estaba la persona enferma; y el resto de la familia, dejado en libertad, habría diseminado indudablemente el mal entre otras personas.» Tampoco entonces las soluciones eran fáciles. En Londres, los negocios, el comercio, las tabernas… seguían abiertos.
En el siglo XVII no se sabía la causa de la plaga, pero empezaban a buscarse sus orígenes, más allá del castigo divino. Una teoría estaba en el aliento de los enfermos. «Mi amigo el doctor Heath opinaba que esto se podía llegar a saber por el olor de la respiración; mas, como bien decía, ¿Quién se atrevería a oler ese aliento para informarse? (…) He oído decir que otros opinaban que el fenómeno podría reconocerse haciendo espirar a la persona en cuestión sobre un trozo de vidrio sobre el cual, al condensarse el aliento, podían verse a través de un microscopio seres vivientes de formas extrañas, monstruosas y terroríficas, tales como dragones, reptiles, serpientes y demonios horribles de contemplar.» De ahí a los microbios, y de estos a los virus, con sus distintas características, solo hay unos pocos pasos, que se han dado a lo largo de algunos siglos. El aliento de los demás nos aterroriza hoy, y nos protegemos con mascarillas, también para no echar al aire el nuestro, puede que también contaminado.
José María Blanco White, el gran heterodoxo español, escribió de primera mano sobre la peste de Sevilla en 1801, en su 'Cartas desde España'. El modo en que la sociedad se enfrentó a la enfermedad, no por estrambótico, deja de resultarnos familiar: «Con el fin de evitar cualquier decisión discutible en situación tan peligrosa, las autoridades civiles sabiamente resolvieron solicitar del arzobispo y del cabildo catedralicio la celebración de las solemnes plegarias llamadas Rogativas, que se hacen en tiempo de calamidad pública.» Hay que destacar que la Iglesia interviene porque se lo pide quien manda. Como el remedio no terminaba de funcionar, hubo más ceremonias. El resultado no fue el que esperaban: «Porque lo más probable es que la reunión de tanta gente venida de todos los puntos de la ciudad condensara en un foco común los entonces dispersos gérmenes de la epidemia. (…) Las defunciones se multiplicaron por diez, y al cabo de dos o tres semanas llegó a ser de doscientas a trescientas por día.» La asistencia a los templos no es solo una costumbre carpetovetónica, también los londinenses se agolpaban para recibir consuelo divino en los peores momentos ciento cincuenta años antes, según cuenta Defoe: «Pues fue asombroso ver a las multitudes apiñadas en las iglesias los días de oficio, especialmente en aquellas partes de la ciudad en las que la furia de la peste había remitido, o donde no había llegado todavía a su punto álgido.» Ahora las iglesias están cerradas.
Albert Camus publica 'La peste' en 1947, y los críticos dicen que, al menos en parte, es una alegoría de la II Guerra Mundial. En todo caso, siendo una novela, se documentó y cuenta con rigor cómo se producía ese fenómeno relativamente frecuente en algunas poblaciones a principios del siglo XX. Además de descripciones, los personajes se preguntan sobre el significado de lo que ocurre, con mucho más saber sobre las causas que en la época de Defoe o Blanco White. Aquí empiezan a aparecer ratas muertas, a las que infectan pulgas que luego saltan a los humanos. El escritor no diferencia entre bacterias y virus, pero tiene una idea clara sobre la vida. «Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca.» De otro lado, está lejos de elaborar una trama fastuosa con el tema: «Y es que nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas.» La ciudad, Orán, se cierra al exterior, pero la vida allí sigue, con los cafés, las iglesias, los teatros y las oficinas abiertos. Utilizan como cura un suero, a veces funciona, otras no.
Silencio
Al cabo de un tiempo, el mal acaba, sin saberse tampoco bien las causas. Es como si el microbio se cansara de las miserias que genera. Los científicos lo ven de otra manera y explican bien esas pestes que ya no ocurren. La de ahora es una pandemia de la que estamos lejos de saber lo suficiente. Había habido amenazas que no se sustanciaron, el SARS, la gripe A, el ébola... ¿Quién hace solo mes y medio imaginaba la situación de colapso mundial de hoy? «Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo.», dice Camus. Hasta que se gane la partida, habrá que lidiar con la catástrofe actual y tratar de aprender de ella para seguir adelante. «En el momento de la desgracia es cuando se acostumbra uno a la verdad, es decir, al silencio.».
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