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El tirano de Siracusa quiso probar a Damocles, cuya adulación rayaba la ofensa. Le sentó a su mesa cediéndole su asiento. Recibió los mejores manjares y las más bellas bailarinas, todo lo que envidiaba. Y en la borrachera hedonista, el cortesano miró hacia arriba y ... vio que sobre él pendía, sujeta apenas por una crin de caballo, una espada. Así, deseó volver a su sitio. Desde entonces la espada de Damocles es expresión metafórica de una «amenaza persistente».
Hoy esa espada siciliana se cierne sobre el norte de Italia, sobre sus regiones más ricas, industrializadas y europeas, y su filo es el coronavirus. Por una vez, la maldición no se ha cebado con la parte más débil, de momento. Sobre esa Italia menos glamurosa escriben Natalia Ginzburg en 'El camino que va a la ciudad' (Acantilado) y Giosué Calaciura en 'Los niños del Borgo Vecchio' (Periférica).
Desde Roma a Palermo, cruzando hacia Messina, ciudad del ciclista Vincenzo Nibali, apodado el 'tiburón del Estrecho'. Sicilia es una síntesis de la historia del Mediterráneo. Por allí pasaron todos; fenicios, griegos, romanos, cartagineses, bárbaros, bizantinos, sarracenos, angevinos, aragoneses. Alguna palabra española queda en el italiano del Reino de las Dos Sicilias. Pero si algo envidia la cuna de la cultura clásica, Grecia, de la gran isla mediterránea, es que los templos helenos más enteros están en su suelo. Segesta, Selinunte y Agrigento son el preciado legado.
En Selinunte abrió librería el personaje de Roberto Vecchioni, un misterioso guardián de las palabras en un momento en que se habían reducido hasta ahogar cualquier matiz. 'El librero de Selinunte' (Gadir) no vende libros, los lee. El milanés elige la voz de un adolescente para contar la fábula. También unos chavales protagonizan 'Los niños del Borgo Vecchio' y a través de sus andanzas Calaciura cuenta el devenir de un suburbio palermitano, que parece detenido hace medio siglo. Si las crónicas de Saviano parecen el contrapeso de la sofisticación de Baricco, este periodista de Palermo encuentra un punto medio entre la desoladora perspectiva vital de sus personajes y el consuelo que encuentran en su amistad, en un caballo, en un puerto que les está vedado. Pobreza y violencia rodean a Mimmo, Cristóforo -el niño que recibe una paliza diaria de su padre, que todos oyen en la calle pero nadie denuncia-, Celeste y Totó. No conocen otra cosa, no se rebelan contra nada, solo sobreviven. De Calaciura dijo Camilleri, quien nació cerca de Agrigento, que «es con otros pocos autores la única riqueza de la isla». Quizá el padre de Montalbano ya estaba saturado del barroco de Módica, Ragusa y Noto, al sur insular.
Natalia Ginzburg comenzó su vida de casada en Pizzoli, un pueblo de los Abruzos, donde Mussolini desterró a su marido por su militancia antifascista. Dos intelectuales silenciados en tierra de nadie entre 1940 y 1943. Allí escribió y publicó su primera novela, 'El camino que va a la ciudad', bajo seudónimo. Ese camino es el que quiere coger sin retorno Delia, hija de un labriego que tiene otros cuatro descendientes a los apenas puede alimentar. Nacidas para pasar de la mano del padre a la del marido, amenazadas en el tránsito por la debilidad del enamoramiento o la entrega a cualquiera contraindicado en el trampolín social, las italianas vivían resignadas a su condición de esposas y madres.
Delia deshonra a su familia con el hijo del doctor, aunque Mimi, su primo, sea quien le perturba el corazón. El deseo de abandonar su casa es tan apremiante que la duda bovariana se diluye. La realidad se impone y Delia quiere sobrevivir. Novela sin héroes ni villanos, la vida provinciana que registra cada resbalón moral para levantar, raudo, el cadalso es registrada con trazo naturalista. Ginzburg, también palermitana, logró volver al cogollo editorial de Italia, a Milán y a Roma. Siguió escribiendo sobre esas mujeres, aunque ya con su firma.
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