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Tal vez el primero fue Ptolomeo, el geógrafo y matemático griego que, cuando quiso plasmar el mundo en dos dimensiones, decidió colocar el norte en la parte superior, allí arriba del mapa. Así se refleja al menos en todos aquellos que, recopilados por monjes bizantinos en el siglo XIII, han llegado hasta nuestros días. El norte, arriba. Y esa representación fue la que luego siguieron los principales cartógrafos que, ya en la Edad Moderna, comenzaron a editar mapamundis. Mercator, Germanus, Waldseemüller... perpetuaron esa tradición de situar el norte arriba, como si no hubiera otra posibilidad, como si fuera imposible mirar la realidad con otros ojos.
Durante la Edad Media, eso sí, la visión cristiana de los mapas hizo que Oriente se colocara arriba, con Jerusalén en el centro de la representación. Fue apenas un breve espejismo, ya que, en el siglo XVI, el norte volvió al lugar que parece que siempre ocupó. Regresó, «sin que haya una razón lógica para ello», al punto superior de los mapas.
La invención del norte. Bernd Brunner.
Acantilado. 272 páginas. 20 euros.
Lo cuenta Bernd Brunner en 'La invención del norte', un libro editado ahora por Acantilado y en el que le ensayista alemán explora la historia de un punto cardinal. Lo hace con el afán de recuento y descubrimiento que movió a aquellos navegantes y exploradores que, durante siglos, no se conformaron con el paisaje que se ve desde la ventana de casa. Y que decidieron caminar hacia el norte, hacia ese punto situado ahí arriba en los mapas.
Tipos como Erik el Rojo, el marino que en el año 980 descubrió Groenlandia. O como aquellos monjes irlandeses que antes, en el siglo VII, llegaron a Islandia y las islas Feroe. O como esos exploradores ingleses y holandeses que, a partir del siglo XVI, tuvieron que abrir nuevas rutas septentrionales para competir con el dominio que españoles y portugueses habían impuesto hacia el sur y las Indias. El norte como huida, como paraíso, como inspiración.
Pero, ¿dónde está el norte? Brunner tiene una respuesta tan evidente como difusa: «El norte empieza donde acaba el sur». Y a partir de ahí, poco tenemos seguro, porque esa línea es cambiante y flexible, imposible de fijar puesto que ha mutado a lo largo de la historia y sigue sin hallar acomodo en un mundo multipolar. En África, el mediterrano es el mar del Norte. En el mundo grecolatino, norte era todo aquello situado más allá de los Alpes y el Mar Negro. Para un danés, el norte está en Groenlandia y los inuit todavía tienen hielo un poco más allá.
Sabemos que el norte es un punto cardinal (al que siempre apuntan las brújulas, aunque en las antigua China miraran al sur), pero también ha sido durante siglos fuente de mitos y leyendas. Desde la isla de Thule hasta esa tierra de vándalos y bárbaros que dibujó el Imperio Romano. El norte, como fuente de frío y de mal (incluso en la ficción, ahí está 'Juego de tronos', más allá del muro), pero también de bienestar y civilización (como demuestran los indicadores socioeconómicos de los países escandinavos).
Brunner, en pequeños capítulos, hurga en la visión que a lo largo de la historia se ha tenido del norte, presenta esbozos de las principales exploraciones polares y recuerda, por ejemplo, que la palabra 'norte' tiene raíces indogermánicas (significa 'a la izquierda de la salida del sol') y que ártico deriva de 'arktikos' (de las gran osa), en referencia a la Osa Mayor, esa constelación bien visible en el cielo del norte.
Y junto a esto, curiosidades varias. Por ejemplo, ¿por qué se puso de moda lo de viajar a los fiordos noruegos?
Cuenta Brunner que los primeros viajeros que llegaban a las costas noruegas eran sobre todo ingleses, debido a las estrechas relaciones que existían entre ambos territorios. Uno de estos viajeros, Michael Beheim, escribió en 1450 el primer relato en alemán sobre un viaje a la península escandinava. Y allí dejó dicho que jamás había visto «una tierra más fea ni salvaje».
Siglos después, miles de turistas y cruceristas desmienten aquellas palabras. La moda del viaje a Noruega se hizo fuerte a lo largo del siglo XIX, cuando algo empezó a cambiar. El filósofo Heinrich Steffens, hijo de padres germano daneses, pero nacido en Noruega, hacía en sus memorias, publicadas entre 1850 y 1844, una radiografía de la situación: «Uno se hace, más o menos, una idea fantástica de ese país situado en el crudo norte. Mi patria era entonces un lugar poco visitado, estaba fuera de las rutas de los viajeros, como si se hallara fuera de Europa, y un viaje a Noruega era considerado casi como una excursión a las costas africanas o asiáticas«.
Un lugar de naturaleza intacta que comenzó a atraer a muchos. En 1836, Carl Herlosshon escribió: «Aquí está el país de los contrastes, sublime grandeza y gracia idílica, crueles parajes salvajes y un paisaje animado, un breve sol abrasador y un largo frío invernal. Todos esos contrastes al alcance de la mano».
Así, en la segunda mitad del siglo XIX, cuenta Brunner, los paisajes escandinavos fueron ganando importancia para el turismo europeo. Y gran parte de culpa la tuvo el emperador Guillermo II, que a partir de 1889 partía casi cada verano hacia los fiordos noruegos en su yate Hohenzollern. Aquello creó tendencia entre la opinión pública alemana y el turismo creció al tiempo que lo hacían las infraestructuras.
Comenzó a haber tráfico regular de buques a vapor, el ferrocarril facilitó el acceso hacia regiones más remotas y, además, desde el año 1875 viajar dentro de Europa «se hizo bastante más sencillo, ya que en la mayoría de los países ni siquiera era necesario los pasaportes». En 1879 llegó la primera guía Baedeker de Suecia y Noruega (escrita en inglés y alemán). Y entre las bellezas, destacaba la de los fiordos, convertidos hoy en reclamo ineludible del turismo escandinavo.
En su libro, Brunner cuenta más curiosidades sobre el norte e indaga en esos tópicos que parecen arrastrados desde hace siglos. Porque ya en el año 1660, el hugonote Guillaume de Saluste du Baratas decía que el hombre del norte es bello y feo el del sur. O Montesquieu, que en 1748 defendió que el clima y la mentalidad estaban íntimamente relacionados. «Los pueblos de los países cálidos son temerosos como los viejos, los de los países fríos, temerarios como los jóvenes.
En los países fríos habrá poca sensibilidad para los placeres, será mayor en los países templados y extremada en los países tórridos», aseguraba el pensador francés. Y Kant se sumaba también a la fiesta: «Los habitantes de la zona templada, sobre todos los de la región intermedia, tienen cuerpos más bellos, son más laboriosos, graciosos y moderados en sus pasiones». Hasta los grandes pensadores se dejaban llevar por los tópicos, como puede leerse en este libro que invita a adentrarse en la historia de ese punto cardinal que desde hace siglos ponemos ahí arriba en los mapas.
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