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No pueden comprar flores para la tumba así que las robarán. Un huésped interfiere en el desayuno de otra en un hotel y, en pocos minutos, se convierten en viejos conocidos. Un hijo vence a su padre jugando al ajedrez en Copenhague aunque la partida ... es la excusa para imaginar las vidas de las jóvenes en la mesa contigua. Un chaval aprende la lección de una buscavidas mientras reserva la mesa para sus progenitores. Son algunas de las situaciones a partir de las que Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961) sacude al lector, seducido primero por la suavidad de su escritura, con pequeñas bombas, sorpresas, giros que laten en cada cuento de 'La chica que leía El viejo y el Mar' (Menoscuarto).
–'Cómo ánades', su anterior libro, se gestó en la pandemia, ¿cuál es leitmotiv de este?
–Son cuentos relativamente recientes, alejados de las sombras que encauzaron el libro anterior. Mis libros, en general, tienen su origen en un ciclo de relatos que son la escritura del día a día. En un momento dado me siento cómodo con lo que estoy haciendo y sigo la senda marcada por dos o tres cuentos germinales. De ahí su aire de familia. El leitmotiv, en este caso, es el viaje, la huida que muchas veces implica. No importa que sea un viaje local o un trayecto doméstico. La trascendencia no está en los kilómetros.
–Aparece en varios la mentira imaginativa, el juego de inventar y provocar ¿pura literatura?
–Incluso en mis cuentos, que suelen ser escuetos, frontales narrativamente, hay espacio para malversar la realidad y que los protagonistas finjan ser lo que no son. Hay artificio, cómo no. Ayuda a caracterizar a los personajes. Es un envoltorio que cubre sus sentimientos, sus miedos. El fingimiento no entiende de edades, al igual que la imaginación. Cuando hablamos de gente joven, la ternura aflora enseguida. Los adultos tienen más escamas.
Gonzalo Calcedo. Menoscuarto. 208 páginas. 17,50 euros
–Hay personajes solitarios, irascibles cuando se les tuerce esa circunstancia. ¿La soledad es un castillo a defender?
–La soledad siempre está presente en mi obra. Es, también, algo que define a la sociedad actual. No voy a descubrir nada nuevo respecto a las redes sociales y el exceso de exposición de lo privado, que prácticamente ha desaparecido del mapa. Para mí, la soledad es reflexión, en ocasiones incluso descanso. Si la comercializamos, va a ser difícil no banalizarla. Es un tópico, pero conviene conocerse a uno mismo para conseguir que lo que nos duele sea llevadero.
–Refractario a la circunstancia geográfica, sin embargo bautiza a sus criaturas Franz, Luca, Freya o Johansson.
–Me gusta la abstracción, los sitios sin nombre. Los microcosmos que operan como hoteles de la vida. Los lugares de paso. Las autopistas, las riveras, las playas vacías. Espacios desnudos que desnudan, de paso, a los pocos seres que los habitan. En un avión todos somos extranjeros. Es como un barco en mitad del océano, con sus propias leyes. No soy un cronista de unas circunstancias sociales o geográficas. No hay documentación histórica en mis relatos. Son contemporáneos por detalles, digamos, accidentales, pero me gusta pensar que trascienden las épocas, que son ensayos mínimos sobre esa soledad de la que hablábamos antes. Los nombres son parte de la tramoya del extrañamiento.
–¿La circunstancia le lleva al tema?
–Los cuentos, para mí, son azar. Surgen de una búsqueda. Carecen de la premeditación de la novela. Parto de una idea y en un momento dado, un resorte salta por algún lado y la narración se desvía o vuelve sobre sí misma. Todos buscamos algo para no perdernos.
–¿De verdad gusta poco Hemingway a las chicas?
–Hemingway aportó mucho al cuento. Muchos de sus relatos cortos son absolutamente modernos y arriesgados. Encarna, también, una visión violenta del hombre, alguien que siempre está poniendo a prueba su determinación. Me sorprendió, como en el cuento que da título al volumen, que una chica leyese un libro suyo. Puede que me equivoque, pero la acusación de machista flota en el aire cuando lo mencionas en algún acto. Su actualidad, para mí, es más técnica que argumental. Pero en caso de duda, siempre vuelvo a él, a lo básico de su prosa ejemplar.
–Sus mujeres, las más descaradas, exhiben un fino humor. ¿Sus hombres están desposeídos de esa herramienta?
–Desde mi primer libro, la mujeres están un escalón por encima respecto a los hombres en capacidad de decisión, en carácter. En ironía, obviamente. El hombre es más pausado, casi un actor secundario. Alguien que se esconde o esconde cómo es. Ellas se permiten el juego del amor, del atrevimiento. No importa que sean adolescentes o mujeres maduras. Su protagonismo es tajante. También su pesar, sus emociones escondidas detrás de una copa o un gesto. Mujeres muy propias de Hawks, un director clásico que, como Hemingway, veía más allá de su época.
–Cada vez llegan más libros de cuentistas hispanoamericanas ¿qué voces le interesan?
–Hay más tradición, no me cabe la menor duda. Las editoriales españolas que publican cuentos tienen más mercado allí. No es un tema del que quiera hablar mucho. Como cuentista siempre me estoy justificando, un estigma que rara vez descubres en autores de novelas. Mi etapa batalladora respecto al género debería tomarse un respiro. Escribo cuentos porque me permiten expresarme y por convicción. Nada más. Como el que es marino, o médico o filibustero. 'En las ciudades escondidas', de Natalia Cerezo, me pareció un libro muy sentido y puro. En el cuento hispanoamericano hay demasiada presencia del 'yo', algo que me interesa menos.
–¿Por qué en el cuento pesa menos la presencia del autor?
–Importamos menos. El cuento, a menudo, es una fábula, una lección moral que se recuerda como tal. Hay cuentos famosos, tradicionales, que conoce todo el mundo, pero nadie recuerda quién los escribió. No quiero pensar que es una cuestión de relevancia, que a un género supuestamente menor le corresponde un autor de menos relieve. No sería justo. Suelo esconderme detrás de mis personajes, aunque haya cuentos dispersos por mis libros, en los que el autor da la cara. Soy un narrador puro, una condición poco considerada hoy. Cuestión de modas, supongo. Un juicio moral y literario que terminará pasando. Como todo en esta vida.
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