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Ramón García
Valladolid
Domingo, 21 de junio 2020, 10:26
Delibes era un guasón. Costaba a veces seguirle en el doble sentido de sus palabras o argumentos.
¿Que por qué traigo hoy esto a colación, si venía hablando, estos domingos atrás, de nombres y de amigos? Puede parecer una digresión, pero a lo ... mejor no lo es tanto. Era precisamente con los amigos y allegados con quienes más se permitía Miguel hacer gala de su ironía y retranca.
Y ha sido precisamente este término, este concepto, el de «retranca», el que me ha dado pie para volver ahora al curso de verano de El Escorial de 1991, del que hablé en mi «hora» de hace dos semanas, cuando me ocupé de Rosa Chacel y de un plantel de escritores y de estudiosos de Miguel Delibes que en él intervinieron. Y en el que también estuvo presente, si bien sólo como alumna, una profesora italiana de español que estaba trabajando en su tesis doctoral sobre Delibes.
Dos meses antes, dicha profesora había viajado a Valladolid, a entrevistar al novelista, y también quiso entonces hablar conmigo. Fue cuando nos conocimos y cuando me informó de su proyecto de tesis. Quería analizar el trasfondo irónico en la novelística delibeana.
–¡Uf, casi nada, la retranca de Delibes..! , se me ocurrió comentar, casi musitar.
Dije retranca y la profesora abrió dos ojos asombrados e interrogativos: ¿Retranca...? –musitó a su vez.
En el curso de El Escorial, dos meses después, me comentó la doctoranda que ya creía saber algo de la retranca delibeana, y yo me permití contarle una reciente anécdota de la que había sido testigo y que venía, eso creí al menos, muy a cuento.
–Fue en una cena en un restaurante de Valladolid. A la mesa, un puñado de amigos y dos protagonistas –dos amigos más, según ellos– de excepción: el novelista Miguel Delibes y el filósofo José Luis López Aranguren, que acababa de pronunciar una conferencia en un foro vallisoletano. A cual más guasón, a cual mayor paladín de la retranca dialéctica.
No recuerdo por qué, pero la conversación desemboca, de buenas a primeras, en la pericia de cada cual al volante y, por ende, en quién conduce el coche a mayor velocidad.
–Hazte idea de cómo y a qué velocidad conduciré yo –asegura Aranguren–, que hace solo dos días, cuando llevaba a mi hija pequeña al cole, no paraba de llorar de pánico.
–¡Ja!, ¿de pánico? –replica, socarrón, Miguel Delibes–. ¿No sería de lo mal y lento que conduces, que la pobre temía no llegar puntual al colegio?
–¡Acabas de herir mi amor propio, Miguel! Si hay algo en la vida que hago medianamente bien y de lo de que me siento orgulloso es de la pericia con que manejo el volante de mi coche.
–¿Por qué no echáis una carrera para zanjar la cuestión? –propone entonces uno de los comensales. Alborozo general en la mesa. Como el que le embargó a la profesora italiana cuando escuchó la anécdota de mis labios.
–¡Fantástico! Uno de vuestros más grandes pensadores y uno de vuestros más grandes narradores, a la greña por ver quién era mejor piloto...
–La retranca y la ironía de las cabezas privilegiadas –apostillo a mi vez–. ¿Y me permite que le diga, profesora, cómo califico yo la retranca, la ironía de Delibes en sus novelas y en relación con sus personajes de ficción?
–Me encantaría saberlo. Y seguro que me será de provecho, me halagó entonces la profesora.
–La retranca, la ironía de Miguel Delibes es una ironía misericordiosa. Tal cual que la ironía cervantina. Tal cual.
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