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César Pérez Gellida
Sábado, 3 de febrero 2024, 00:08
Estación de ferrocarril de Zafra.
Provincia de Badajoz.
17 de abril de 1917, a las 9:56 h.
Lo intenta, pero no logra que desaparezcan esos chillidos que se reproducen dentro de su cabeza. Tan agudos, tan estridentes, tan desesperados.
Le atormentan.
El hombre de ... la cicatriz en el rostro hace todo lo posible para no escucharlos, pero los oye como si fueran parte de su banda sonora vital. Tiene asumido que esos gritos le van a perseguir hasta el fin de sus días y, a pesar de ello, lo que le empuja a pensar que le convendría arrojarse a las vías del tren no es eso. Es tener la certeza de que si ella se lo pidiera de nuevo, volvería a hacerlo sin dudarlo.
Volvería a matar a sangre fría.
Volvería a desmembrar un cuerpo.
Volvería a alimentar a los marranos con su carne.
Como un animal salvaje enjaulado, el hombre de la cicatriz en el rostro camina de un lado a otro sin levantar la mirada de las desgastadas puntas de sus zapatos. Un mono azul de faena abierto hasta el pecho sobre una camiseta de tirantes que un día fue blanca y una gorra de obrero estajanovista completan su atuendo. Tanto de su aspecto como de su complexión física podría decirse que, si bien en sus años mozos podía presumir de ser un tipo apuesto, hoy día no hay mujer en edad de merecer que se fije en él.
Al margen de su alterado comportamiento y de la crispación que se ha apoderado de sus músculos faciales, ninguna de las personas con las que se cruza en ese andén sospecharía que Jacinto Padilla es un tipo peligroso. Ninguna excepto el guardia civil Pedro Lobato, a quien todos en el cuartel conocen como 'Lobito' por su actitud arrogante, conducta que para nada se corresponde con sus seráficas facciones. No son, sin embargo, su vestimenta ni el feo surco que le cruza la mejilla izquierda de norte a sur lo que llama la atención del guardia. Tampoco su frenético ir y venir, más propio de un padre primerizo que de alguien que aguarda la llegada del tren. Es la bolsa de viaje que carga lo que le ha hecho fruncir el ceño y dar un leve codazo a su barbirrucio compañero, el cabo Aguado, quien, distraído en otros menesteres más mundanos —como alegrarse la mañana con las viajeras más atrevidas en el vestir—, chasquea la lengua en señal de protesta.
—¿Y ahora qué mosca te ha picado, muchacho?
—Aquel —le señala con un fugaz movimiento de cabeza—. Eso que lleva no es suyo.
El otro entorna los ojos para mejorar el enfoque.
—¿El obrero?
—Sí.
A Román Aguado le fastidia tener que darle la razón a su inexperto camarada, pero, tras unos segundos de observación, resuelve que, tanto por su apariencia como por el argumento que esgrime Lobito, se requiere una intervención.
—Sígueme —le ordena colgándose al hombro la Remington, una carabina que, igual que él, cuenta con más de veinte años de servicio.
Padilla se sobresalta cuando Aguado posa la mano en su hombro.
—Buen día, caballero, ¿adónde se dirige?
El interpelado los mira con notable desdén antes de contestar.
—Estoy esperando a alguien.
—¿A quién?, si puede saberse.
—No es asunto suyo —zanja, arisco.
Lobito, en la retaguardia, da un paso al frente, pero es Aguado quien le cierra el paso con su oronda humanidad, y se mesa el mostacho nunca recortado.
—Mal empezamos. Documentación.
Contrariado, el hombre de la cicatriz en el rostro busca su cédula personal en el bolsillo trasero del pantalón sin soltar la bolsa, detalle que no se les escapa a los guardias. El cabo Aguado consiente que sea Lobito quien la compruebe, como si él no estuviera para tareas menores.
—Padilla Sánchez, Jacinto. De Baena, ¿eh? ¿Y qué hace tan lejos de casa en este día tan soleado? —indaga Lobito.
—Trabajo por aquí.
—Dónde.
—Por aquí cerca.
Tirando de veteranía, Aguado le golpea en el pecho con el dorso de la mano.
—¡Déjese de misterios de una vez! ¡¿Dónde demonios trabaja?!
—¡Soy el capataz de la hacienda Monterro...!
Jacinto Padilla no termina la frase. Los guardias se miran al oír el nombre que está en boca de todos después del incendio que la madrugada anterior ha devastado una de las propiedades más conocidas de la comarca, y no por su extensión o riqueza, sino por quién está al frente de ella.
Román Aguado es el primero en reaccionar alargando el brazo con la intención de agarrar al sospechoso de la solapa, pero este responde con un rápido puñetazo antes de lanzarse a las vías y cruzarlas bajo la atónita mirada de los presentes. Una mujer grita al tiempo que señala la locomotora del tren que está entrando en la estación. Lobito amaga con perseguir a Padilla, pero se decanta por atender a su compañero, que, rodilla en tierra, intenta recuperar el aliento.
—¡Ve tras él, majadero! —le recrimina Aguado.
Cuando Padilla oye: «Alto a la Guardia Civil», no tiene ni idea de hacia dónde le conviene ir, pero sí tiene claro que no va a detenerse. Dos posibilidades se le plantean: seguir corriendo hacia la tapia que rodea la estación, saltarla y tratar de despistar a su perseguidor en el entramado de callejuelas; o bien colarse en el almacén abandonado de la izquierda y buscar el modo de sorprenderle y anularle. El problema radica en que saltar el muro le obligaría a desprenderse de la bolsa por unos instantes, opción que descarta de inmediato. Una ventana sin vidrio se convierte en una invitación irrechazable a entrar en el edificio.
Lobito, que lo ha visto entrar, desenfunda su revólver y lo amartilla antes de echar un vistazo sin asomar demasiado la cabeza. Dentro, la penumbra reinante parece luchar contra las zonas iluminadas por los rayos de sol que se filtran a través de las muchas imperfecciones de la cubierta. El descenso de temperatura es lo primero que nota el guardia civil al poner las botas en el suelo, cubierto por una fina capa de polvo sobre la que se han impreso las huellas del calzado de Padilla. Se asusta al oír el aleteo de las aves que han convertido la estructura en su hogar, pero, decidido a no desperdiciar la oportunidad de demostrar su valía, suelta el aire que ha retenido en los pulmones y emprende la marcha. La atmósfera que impera en la nave le recuerda al gallinero de su tía abuela Vicenta, a la que atiende cada mañana antes de presentarse en el puesto. Hay días, como hoy, en que la suerte le sonríe y ha podido hincar el tenedor en unas migas que sobraron de la cena, y, quizá distraído en las reminiscencias del ajo, el pimentón y la panceta que aún permanecen en el paladar, Lobito no se percata de un movimiento que se produce a su espalda. Cuando su vista detecta el objeto que se aproxima a su cabeza ya es demasiado tarde para esquivarlo. El ladrillazo lo aturde, pero es el golpe que recibe en la entrepierna lo que le hace soltar el arma y caer a plomo con la boca abierta. Acurrucado en posición fetal, logra evitar los daños severos que las primeras patadas le habrían provocado en la cabeza, no así los causados por las tres siguientes, en el estómago y el bajo vientre. Lo último que recordará el guardia civil Pedro Lobato, alias Lobito, será que las migas recorrieron el mismo camino pero en sentido contrario antes de salir de su boca. Contagiado por el olor a vómito, Jacinto Padilla no puede evitar que las náuseas y las arcadas lo sacudan, y se aparta para no vomitar sobre el rubio cabello del muchacho al que acaba de dejar inconsciente, lo cual es cuando menos paradójico, dado que ha sido capaz de consumar sin inmutarse actos que harían palidecer a cualquier ser humano.
Tras recoger el revólver del suelo y guardarlo en la bolsa de viaje, que no piensa soltar, emprende la carrera hacia la puerta corredera que ha localizado en la esquina opuesta. Al llegar, agarra con ambas manos el asa metálica y utiliza el peso de su cuerpo para tirar de ella. No sin esfuerzo, consigue que ceda lo suficiente como para pasar al otro lado. Sin embargo, por esa rendija se cuela la culata de una Remington que impacta con extrema violencia en la boca de Padilla, provocando que pierda la verticalidad. De espaldas en el suelo, dolorido, introduce la mano en la bolsa buscando el arma, pero el cañón que le apunta a la cara le disuade.
—Yo en tu lugar no lo haría, piojoso.
Rendido a la evidencia, Jacinto Padilla ladea la cabeza y escupe la pieza dental que, huérfana de raíz, deambulaba errante por su boca.
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