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Que el último premio Castilla y León de las Letras, Gonzalo Calcedo, uno de los más reputados creadores de relatos breves de nuestro país, se gane la vida trabajando en la secretaría de un instituto da la medida de lo difícil que resulta, todavía hoy, ... vivir de las letras en este país. «Yo estuve un tiempo de excedencia, por cuidado de un menor, pero en ningún momento se cumplió mi sueño de vivir decentemente como escritor. Vivía de sacrificios y premios, del azar de los concursos. Unos años mejor que otros, así que hace unos seis años decidí volver a la función pública», explica este escritor palentino afincado en Cantabria. Pero él atribuye esa dificultad al carácter minoritario del género que cultiva. «No hay superventas en el mundo del relato. Escribimos para pocos», admite. La aventura literaria de Calcedo comenzó en 1996 con 'Esperando al enemigo' y a lo largo de un cuarto de siglo se ha ido desplegando en más de una veintena de libros de relatos protagonizados por seres solitarios, enredados en su mundo interior y construidos a partir de una minuciosa observación de la vida cotidiana. «Saber mirar forma parte de este oficio y te ayuda a escribir», proclama. Entre sus colecciones de relatos destacan 'El prisionero de la avenida Lexington', 'La carga de la brigada ligera' o 'Las inglesas', entre otras.
-El premio que acaba de recibir le coloca en compañía de los grandes de las letras de Castilla y León.
- Con toda la franqueza, estoy sobrepasado. Como escritor siempre he vivido en la zona de seguridad del cuento. Un asunto menor, para entendernos. El premio me emociona. Si miro la nómina de premiados, me sobrecojo.
- ¿Por qué su preferencia por el relato breve?
-Cuando de adolescente empecé a tontear con la idea de ser escritor, intenté escribir una novela emulando a Chandler. Me atraía la imagen del perdedor tan habitual en el cine norteamericano. Pasé a los cuentos por culpa de esa premura de la edad que te exige obtener algo rápido. Me sentí cómodo enseguida. Podía escribir un relato en pocas horas y ser feliz. Así empezó todo. Luego las lecturas, la vida y la experiencia maduraron esta elección.
- ¿Cuál es el secreto de un buen cuento?
-Al principio intentaba escribir esos cuentos redondos que se resuelven en una frase final. El cuento sorpresa que define lo breve para muchos lectores. Aún hoy me parece un ideal insuficiente. Para mí el cuento es un modo de analizar las cosas y considerarlo un mecanismo con un resorte lo disminuye. Prefiero emparentarlo con la fotografía: retratas un momento en el devenir de unos personajes. Sin que esté escrita, aparece una historia. Hablo de ese relato moderno que comenzó a fascinarme tras leer los cuentos de Hemingway. Mencionar «Los asesinos» o «El gato bajo la lluvia» me resulta obligado.
-Y en su caso, ¿cuándo considera que ha logrado un buen cuento?
-Es difícil decirlo. Yo escribo muchos, demasiados, en busca de un pálpito. Prefiero escribir mucho y elegir antes que centrarme en un solo texto y dedicarle meses. Pero que tengan alma es cada vez más complejo. La búsqueda, en todo caso, continúa. Es en la relectura cuando te llevas sorpresas. Hay un resquicio de luz entre líneas que te avisa. Luego corriges para agrandar esas rendijas y que se filtre sin redundancias eso que algunos llaman epifanías. Una claridad final que desvela algo sin traicionar al relato, sin subterfugios ni redobles de tambor.
- «La soledad del cuento asusta y disuade», aseguraba en una entrevista.
-Con el tiempo he comprendido que hay muchas clases de lectores. La novela es una proposición de amistad larga, casi una vida matrimonial; el cuento roza el adulterio, un fogonazo emocional sin demasiados apoyos. Una novela se empieza una vez. En un libro de relatos comienzas algo nuevo cada vez que terminas el cuento anterior. Los lectores educados en la novela se sienten desvalidos, en parte traicionados; se cansan. Afortunadamente hay gente que disfruta de ambos mundos. Y de la poesía. Y del ensayo. Generalizar no ayuda al relato.
- En alguna ocasión ha dicho que sus cuentos son como capítulos de una obra en construcción, de una especie de diario.
-Y lo mantengo. Aunque cada cuento es único y defiende su independencia, la proximidad de temas termina por emparentarlos. Voy sumando poco a poco. Hay escritores que escriben novelas muy dispares, yo soy repetitivo. Ladrillo a ladrillo. Un miniaturista. Tampoco es falta de riesgo. Es un modo de enfrentarse a las circunstancias, de mirar. ¿Un diario basado en la ficción? ¿Por qué no? La timidez te lleva a utilizar esos disfraces. Y el deseo de contar. Las historias aguardan, solo hay que buscarlas.
- ¿Cuál diría que es la clave de su estilo?
-Mis influencias están claras. Soy deudor de una tradición. En el cuento no suele sobrar espacio para titubeos y divagaciones. Se puede describir a un personaje por una línea de diálogo, sin explicar farragosamente su forma de pensar. Es lo que más me atrae del cuento, la ausencia de reglas. Todo, en cierta manera, vale. Soy frontal en mis narraciones, me gusta el movimiento, la acción. Lo que cogen con las manos los personajes, por qué lo hacen, las miradas, el paisaje. Es como en el western: el terreno que atraviesan los protagonistas los define.
- Hay una búsqueda de naturalidad también, un afán de eludir la afectación.
-Ojalá fuese así. Lo intento al menos. Siempre me molestó la actitud demasiado intelectual de algunos escritores. Contar historias no es subirse a un estrado y dirigirse afectadamente al común de los mortales. La reflexión se esconde a menudo en hechos banales. Mis personajes son cotidianos, así que sus problemas también lo son y hablan y actúan de un modo corriente. Pero sin caer en el costumbrismo o la vulgaridad.
-Los textos demasiado pulidos ¿pierden vida?
-Hay que buscar un equilibrio. El problema es que cuanto más corriges, más dejas por el camino. Un texto demasiado reescrito pierde parte de sus virtudes iniciales. Las aristas, la piedra sin tallar y pulir del todo, tiene su encanto.
- Sus historias giran habitualmente en torno al mundo interior de individuos aislados, a menudo en soledad, incluso cuando interactúan con otros. ¿En la soledad aflora nuestra verdad?
-La soledad nos define como sociedad. Más ahora que nunca. Un vistazo a las redes sociales lo deja claro. La necesidad de expresarnos, de ser vistos y reconocidos, nos aísla todavía más. El brillo de las imágenes queda velado enseguida; la soledad está detrás de todo. Y el miedo, un miedo que es fruto del bienestar. Tememos perder lo que tenemos, poco o mucho. El individualismo lleva a la desesperanza. Hay que tener carácter y ser crítico con casi todo, pero de eso al cinismo permanente hay un paso que no deberíamos dar. La soledad, por otro lado, es atractiva. Visualmente, quiero decir. Una playa en invierno o un estadio vacío. Esos espacios siempre me interesaron como escenario.
- Reconoce su desinterés por ejercer de cronista de época. De hecho, da un poco igual el lugar donde ocurren sus historias.
-Narro un mundo contemporáneo, pero no volcado en sus hallazgos, en ese progreso digital que invalida lo que ha ocurrido el día anterior. Si miras al individuo te das de bruces con asuntos que ya desvelaban a otros décadas atrás.
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