El narrador González Sainz (Soria, 1956) se ha tornado en un 'montaigne' castellano en su proyecto literario 'La vida pequeña'. 'El arte de la fuga' (Anagrama) es la primera entrega de la trilogía, una «polifonía estructural de huidas» en dirección contraria a la ... ficción ya que propone «huir a la realidad».
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–'El arte de la fuga' es un cambio de proceder en su escritura, que por primera vez no es crianza sino vino joven.
–Es un poco engañoso. Con cada libro me gusta afrontar algo nuevo. En este intento de escritura llevo unos ocho años; al principio con Trieste de fondo. Un material -'Último año en Trieste' es su título- que se ha quedado en el ordenador. Fue creciendo, empalmaba vida cotidiana y pensamientos con historia de la ciudad, de las dos guerras, el fascismo y el comunismo allí, la literatura... Luego vine a España y lo dejé y empecé de nuevo en esa senda de escritura abierta pero con otro escenario y unos temas y ejes de meditación que se me habían vuelto más claros y urgentes: una necesidad de reconsideración integral de la vida en relación con la pérdida de realidad. Fue creciendo y tomando forma y dirección y, en la crisis en la que estamos, se añadió otro nombre: pandemia. Pero las pandemias son de muchas clases y atacan a muchos órganos y ámbitos del vivir.
–Reflexiones desde su torre soriana, desde la que decidió vivir como quería vivir. ¿El balance es satisfactorio?
–Estoy muy a gusto con la decisión de haber quemado naves y haber venido; en el fondo era un sueño que tenía hace tiempo: retornar, retornar de alguna forma a la infancia, es decir a una luz y un aire, unos colores y una extensión de la mirada, una lengua que resuena... También a aportar mi granito de arena donde vivo, si me dejan.
–Aboga por volver a la realidad material, ¿es la realidad apantallada, la caverna renovada, la enajenación de nuestro tiempo?
–En realidad no sé muy bien lo que esa prosa hace. La literatura remueve, mueve a algo, invita, pone ahí, sugiere… El planteamiento no es ingenuo. A partir sobre todo de los fragmentos póstumos de Nietzsche se inicia una contundente reflexión en el sentido de que las cosas se convierten en la interpretación que hacemos de ellas. No hay ya hechos que valgan, viene a diagnosticar Nietzsche, sino interpretaciones, relatos y representaciones. Eso, que en una cierta medida ha sido siempre así, ha llegado a extremos insostenibles; lo importante tanto en la vida como en el arte parece que es hoy solo la imagen y el relato o la comunicación de las cosas y los hechos. Una imagen ya no remite a ninguna necesidad de cosa real sino que nos remite a una realidad que es otra imagen y esa a otra y así sucesivamente. Nos perdemos en un caleidoscopio al que damos mil vueltas engatusados por los cristalitos de colores de la pérdida de realidad.
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–¿En qué ámbitos nos perdemos?
–En todo: en las decisiones cotidianas de nuestra vida o en la política. Tú le has dado otro nombre: caverna. En 'La vida pequeña' hay un ejercicio de razón (de razón reflexiva en sus distintas modalidades, narrativa, filosófica, teatral, poética…) sobre la consistencia de nuestro vivir cotidiano y el tema de la huida. Huir a la realidad, se dice, no huir de la realidad. Huir de un sistema tan fantasmagórico y tan metafísico, tan idolátrico, donde las cosas y los hechos tienden a no ser cosas ni hechos muy distintos a las imágenes y comunicaciones o titulares en que los convertimos. La pregunta es ¿qué hay de hecho, de dato veraz, de materialidad en el fondo, qué valor tienen las semiosis en que estamos inmersos? Estamos ante un momento grave de insostenibilidad del sistema lingüístico. Todo vale, todo parece dar igual, todo es intercambiable. Cualquier persona puede decir algo en el mismo momento en que hace justo lo contrario de lo que dice. ¿Qué valen las palabras? Se nos está yendo un mundo y me ha parecido interesante que una voz meditara sobre eso. No es un ensayo en sentido estricto, quien emite esos discursos los hace ficcionalizando una voz, con una serie de modulaciones y de tonos, en una estructura de fuga. Son variaciones rítmicas con temas que se engarzan y se retoman. Modulaciones teatrales, como para leerse en alta voz, otras humorísticas, algunas se acercan a la meditación filosófica, hay recuerdos y un intento de pensar a partir de las palabras de los poetas, Hölderlin, Machado, Rilke o Claudio Rodríguez, así como de las oídas del lenguaje más cotidiano.
-Cita precedentes en el retiro como Séneca, Rousseau, Thoreau, Walser que comparten argumentos. ¿Al final siempre es el mismo dilema, bajarse de un mundo en el que no encuentran su sitio?
–Se podría hacer una burla a Rousseau y decir que son como meditaciones de un paseante acompañado, por sus otros yo y por esos autores. Son mi compañía habitual. Temas en los que siento su eco y me entran ganas de interrogarlos.
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–Desconexión, silencio, apartamiento, son votos monacales aunque no mencione religión alguna. ¿Es devoto de Hölderlin y de Handke?
–Me tomo muy en serio el lenguaje religioso, aprendí de Jiménez Lozano la potencia de ese lenguaje, también lo supo Heidegger. Más bien las obras de esos y otros autores son objeto de mi atención minuciosa. Son grandes en el sentido de que nunca se acaban de leer. Sí, pueden tener tener un sentido monacal que no está reñido con el cívico. El apartamiento crítico y la reconstrucción crítica de relaciones es lo que me importa. Siempre, pero sobre todo ahora, estamos ante la cuestión del valor, qué valor tienen las cosas, qué de lo que hacemos es verdaderamente valioso, cómo podemos recobrar el valor de nuestro tiempo, el de las palabras. Más miedo me da que estas indagaciones que hacemos y el lenguaje mismo en que las hacemos vayan a acabar nutriendo al cabo el armamentario del engranaje de la publicidad y la propaganda, que se usen para cualquier cosa, e incluso para la contraria de su esfuerzo. Esa parece ser la condena de nuestro tiempo, hay que buscar siempre y de continuo la forma de revitalizar las palabras cuando se están agusanando. Nuestro mundo es una gusanera lingüística, una maquinaria colosal de destrucción de significaciones.
–¿Vivimos en la despreocupación de creernos eternos?
–Es propio de la juventud, nos creímos que esto —y esto era la energía, la eterna posibilidad, el desparpajo de la belleza y el mundo por delante— era para siempre, que lo que nos tocaba era ser jóvenes, guapos y aventureros. Nuestra sociedad se ha vuelto eminentemente juvenil, o bien senilmente juvenil, una mezcla de senilidad y frente de juventudes o bien frente de adolescencias que es bastante lamentable porque llega al poder. Cuestiones como la madurez, la responsabilidad y la sensatez forman parte de la artillería de la propaganda fundamentalmente pero no de la realidad. Todo va siendo eclipsado cada vez más por ese potencial inmenso de los medios de comunicación, predicación y propaganda. Da igual lo que hagas, lo importante es colocar el relato y que sustituya a la cosa. Es de una potencia arrasadora, te desesperas cada día.
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–Juega con expresiones populares –tener buen temple, qué más quieres, qué vida llevas, saber lo que es bueno– que reinterpreta buscando la sabiduría que encierran.
–Se dejan de oír ciertas expresiones y un día las oyes y te parecen nuevas y con un potencial de significación extraordinario. Voy a ver si consigo pensarlas, me digo, si logro sacarles punta, tomarlas como el comienzo de un razonamiento: y de ahí arranca a veces la escritura. Cada capítulo surge de algo que te ha picado o retado o inspirado. A veces es una observación, a veces unas palabras en una lectura, un recuerdo, una resonancia, un hecho o un problema, una rabia: todo está ahí para pensarlo y tratar de sacarle punta en un orden de interrogaciones. 200 páginas son lo que ha quedado de más del doble. A veces los estímulos no me han conducido a nada, o no los he podido hilar bien. Los capítulos pueden leerse como un libro de horas o seguidos.
–Su escritura resulta muy bernhardiana, avanza, retrocede, reconsidera, y vuelta a empezar. ¿Piensa escribiendo o escribe pensando, es el lenguaje su gimnasio intelectual?
–Pensamos con el lenguaje, los límites de mi pensamiento son los de mi lenguaje, decía Wittgenstein, también lo podíamos decir de la vida, los límites de mi vida son los de mi lenguaje; pensamos y vivimos con las palabras, con cómo se modulan, significan o dejan de hacerlo, y si nuestro lenguaje es pobre o avinagrado, así será o tenderá a ser nuestra vida. Esponjas de vinagre en la boca.
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