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Que con la normalidad, nueva o diferente, «vuelve el fútbol» no es sólo una frase hecha o el argumentario de los clubes para defender lo ... suyo como trabajo esencial. Es algo más, el fútbol, su continuidad, su épica y su miseria llevan más de un siglo formando parte de la intimidad más notoria del Hombre. La falta de fútbol en la cuarentena ha supuesto la verdadera prueba de lo inaudito, y sin embargo, como ha venido haciendo desde más de un siglo, el fútbol se ha abierto camino.
Relacionar el balompié con el «pan y toros» del tópico patrio no es sólo un lugar común de los intelectuales que desdeñan la cancha, es también la reafirmación sociológica de que, en las clases más bajas de la socialdemocracia o el liberalismo, la tarde de domingo y la quiniela son un bálsamo.
Lo cierto es que el fútbol, si le damos categoría sociopolítica, ha venido pasando por unos y otros como elemento confirmador de unos valores y de los contrarios alternativamente. Hay algunos estudios que vinculan el juego de un equipo a una forma de ser, digamos que nacional: de la antigua cuadratura alemana a la naranja mecánica, de los porteros sobrios y soviéticos a la furia española. Son tópicos que prueban que el fútbol es un arte, y como tal es más que susceptible a ser manipulado por la ideología dominante. Y de esto han hablado largamente personalidades tan dispares como Vargas Llosa, Eduardo Galeano o Ryszard Kapuściński.
Propaganda totalitaria. Mucho antes de que Vázquez-Montalbán acuñara aquel apotegma de que el «Barcelona es el ejército desarmado de Cataluña, y todavía mucho antes de que Xavi portara lazos amarillos en Qatar, el fútbol fue la propaganda del totalitarismo: y es curioso, pues, ver cómo un divertimento de las clases altas británicas pasa en no más de 40 años a convertirse en el embajador de los regímenes autoritarios: del comunismo al fascismo, con sus respectivas peculiaridades.
En cierto modo, algo de razón tenía Jorge Luis Borges cuando desde su retiro alegaba que «el fútbol despierta las peores pasiones, despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, el nacionalismo referido al deporte, porque la gente cree que va a ver un deporte pero no es así. La idea de que haya uno que gane y que el otro pierda (...) es esencialmente desagradable», acaso porque el autor de 'El Aleph' entendía el fútbol como transmisor de una «idea de supremacía» que le resultaba «horrible». Y es un pensamiento que ha calado en unos pocos.
Sobre este extremo, el historiador Cristóbal Villalobos Salas publica su 'Fútbol y fascismo' (Ed. Altamarea), que nos traslada a qué hicieron Hitler, Franco, Mussolini y Salazar con el fútbol. Huelga decir que el fútbol evolucionaba al igual que la Historia, pero más allá de que el deporte rey fuera un elemento de supraestructura –por situarnos en términos marxistas–, los sistemas de ultraderecha existieron y vieron pelotear a Helenio Herrera, a Gento, a Eusebio o Willimoczki.
Y claro que la Historia no fue ajena al fútbol, y claro que los dictadores tuvieron mayor o menor querencia real por el fútbol: si a Hitler sólo le interesaba el remo –quizá una rémora de cuando fue un frustrado paisajista de lagos germanos–, a Mussolini le fascinaba el 'calcio', hasta el punto de figurar vestido de corto en no pocas imágenes y de considerar el fútbol una prioridad de estado en una de esas particularidades del fascismo latino.
El gol de Marcelino. De otro modo Franco, gallego y ladino, usó el fútbol en el punto y hora que le convenía; como bien recuerda Villalobos, tanto el gol de Marcelino a la URSS como aquella victoria en la Copa de Europa que organizó España y que sirvió a nuestro país para exportar lo que Matías Prats sintetizó en un grito cañí: «España había vencido a la patria del comunismo criminal». Desde el gol de Marcelino a los penalties en la Euro de 2008 contra Italia, va una metáfora de la España con mordaza y la España libre. Y tuvieron que pasar décadas de sequía pertinaz y de represión.
Cuando Gálvez salvó a Zamora. Y es que de la relación entre el franquismo y el fútbol han corrido ríos de tinta, hasta el extremo de que de la autarquía al desarrollismo, los más memoriones son capaces de recordar una alineación y un partido. Queremos decir que tan icónico pudo ser el Madrid Yeyé posando en Chamartín como la foto entre Franco e Eisenhower.
Es verdad que en todo este viaje entre el fútbol y el totalitarismo hay que detenerse en dos hitos: el historiador recuerda cómo en los estertores del Madrid sitiado por Franco, el poeta del arroyo Pedro Luis de Gálvez le salvó la vida a Ricardo Zamora en la checa de la cárcel Modelo de Madrid. También cómo en el mundial del 78, en Buenos Aires, los ecos de los goles de Kempes y Bertoni tapaban los quejidos y la torturas que se estaban produciendo a un kilómetro de allí, del Monumental de River. Y la dictadura de Videla se hizo fuerte en un Mundial de hielos y muertes que ganaron los albiceleste.
Héroes fuera de cancha. Más allá de la Historia –perdón por la mayúscula– que se va imbrincando con el fútbol, hay también héroes de la Resistencia que vieron en el balompié una forma, otra tan válida, de dejar atrás la infamia. Es el caso de Mathias Sindelar, el austríaco que desafió a Hitler en pleno 'Anchluss'; pero también de una selección de vascos errantes, liderada por Lángara, que malvivía en el exilio a base de partidos de exhibición.
Todas estas historias al margen de la Historia son las que vienen a probar que el fútbol, manipulado o manipulable, es consustancial al mundo que dejamos y al mundo que empezamos a transitar. Para el historiador debe quedar constancia de que, como recomendaba la Escuela de los Annales de Febvre y Bloch, el fútbol es un elemento tan válido como otro cualquiera para interpretar qué hizo el Hombre y en qué tiempo. Y por qué.
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