Era taciturno, desconfiado, sobrio en la mesa y modesto en el vestir, católico, amante del latín y tan puntilloso en la toma de decisiones (ha pasado a la historia con el apelativo de 'El prudente') que provocó mastodónticos retrasos en la administración. Así define el ... historiador y humanista Rafael Altamira (1866-1951) a Felipe II (Valladolid, 1527-San Lorenzo de El Escorial, 1598). Hace casi cien años, en 1925, Altamira recibió un encargo de la editorial francesa Desclée de Brouwer, que le propuso trazar un estudio completo sobre Felipe II para incluirlo en su serie 'Hombres de Estado'.
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Altamira entregó su escrito un año después, pero tuvo que recortar varios capítulos, que por fin vieron la luz en 1950, en una edición mexicana de su libro. En 1959 se publicó por primera vez en España. En 1997 se hizo una nueva revisión y ahora, de la mano de la editorial Gadir, acaba de llegar a las librerías 'Ensayo sobre Felipe II hombre de Estado', texto definitivo que analiza la personalidad del rey vallisoletano y cómo su forma de ser influyó en su toma de decisiones políticas.
Advierte Altamira en el prólogo que, para adentrarse en este estudio, conviene «conocer previamente la biografía general de Felipe II», puesto que su libro aborda esos otros aspectos que rara vez aparecen en la cronología básica de los libros de Historia. Cuenta, por ejemplo, que era un hombre «más bien débil y propenso a desequilibrios», con un «carácter taciturno y triste».
El gran cincelador de la personalidad de Felipe II fue su padre, Carlos I, cuyos «consejos y doctrinas penetraron en el espíritu del rey más que ninguna otra influencia». De su padre heredó la suspicacia y desconfianza hacia los demás, lo que influyó tanto a la hora de calificar a sus enemigos como de etiquetar a sus colaboradores (también desconfiaba de los amigos). Este sentimiento le llevó a un «exceso de intervención personal en los negocios del Estado, incluso en los más menudos de la reglamentación administrativa».
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En su despacho se acumulaban informes que esperaban su visto bueno personal (para fijar el orden de una procesión o para empaquetar los víveres de una operación militar). Y esto provocaba una lentitud insufrible en los asuntos que de verdad eran importantes.
No hizo caso Felipe II a su padre en otros consejos. Carlos Ile animó a estudiar idiomas, especialmente el alemán, pero su hijo no aprendió ninguna lengua europea. Manejaba con soltura, eso sí, el latín.
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«Dejando de lado la cuestión de si fue más o menos fiel a sus esposas», cuenta Altamira, sí que fue un hombre «cariñoso y atento con ellas, con sus hijos y con sus servidores domésticos».
Amaba la vida sedentaria, era «hombre de gabinete» y, aunque provocó varias guerras, no participó personalmente en ninguna. Su madre, Isabel de Portugal, inculcó en su hijo la vehemencia religiosa y el arte de dominar sus sentimientos (especialmente aquellos que pudieran revelar flaqueza espiritual).
El libro, publicado por Gadir, 214 páginas, está a la venta en librerías por 17 euros.
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