Hay nombres que parecían condenados a ser invisibles. Como Pilar Mingot Vilaplana (la 'iaia'). O Concepción Mira Soler (la bisabuela). A ellas, a sus antepasados y raíces, dedica Esther López Barceló (Alicante, 1983) su primera novela, 'Cuando ya no quede nadie' (Grijalbo), que este viernes ... se ha presentado en la librería El rincón de Morla, en Valladolid.
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Pilar y Concepción se han convertido en personajes. Su identidad real, incrustrada en una trama de ficción. «Quería que los nombres de mi abuela, de mi abuelo, que no constarán en ningún libro de Historia, me sobrevivieran a través de un artefacto cultural. Es un homenaje para romper con esa maldición de que fueran unos nadie para la sociedad».
Esos personajes, olvidados y orillados de la Historia, son el motor de una novela que cuenta la vida de Ofelia, una mujer que, después de la muerte de su padre y el regreso a su ciudad natal, descubre un pasado familiar atravesado por los dramas vividos en la Guerra Civil y la posguerra. Y que durante años fueron silenciados.
«El silencio se convirtió durante mucho tiempo en un mecanismo de supervivencia. Durante años, en este país, se educó en el silencio. Había cosas de las que no se podía hablar, ni en público ni prácticamente en la mesa familiar a la hora de comer. Pero hay un momento en el que el silencio es tan grande que se hace complicado romperlo. Porque los silencios son corrosivos, lo único que hacen es carcomerte por dentro (de forma personal, pero también a una sociedad). Los silencios en ningún momento curan y salvan. Y, a veces, se extienden de generación en generación. Hay nietos que no saben nada de la vida de sus abuelos», evidencia Esther.
Afortunadamente, ella supo, gracias a las conversaciones con su abuelo, de una de esas historias familiares que pueden ser un filón para la ficción. De hecho, fue el hilo del que comenzó a tirar para hilvanar esta historia. «Él me contaba que, como el Gabriel de la novela, hizo la mili en la Guardia Civil. Su padre era carabinero de la República y tenía miedo de que ese pasado le pudiera perjudicar. El quería que mi 'iaio' hiciera la carrera en el cuerpo de la Guardia Civil. Pero él solo hizo la mili. Nada más».
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Y la historia sigue: «Durante ese periodo, en Almería, le ordenadon guardias por si los maquis bajaban de la sierra. Pero, el primer día, él le dejó muy claro a su compañero de ronda que no pensaba delatar a nadie. Que se si lo veía, se iba a hacer el loco. Tuvo suerte porque el compañero pensaba lo mismo». A partir de esta revelación familiar, la ficción comienza a maquinar: ¿Y si Gabriel se hubiera encontrado en esa tesitura? ¿Y si se hubiera topado, cara a cara, con un maquis al que tuviera que delatar?
López Barceló cuenta cómo la escritora Edurne Portela, después de leer 'Cuando ya no quede nadie', subrayó su carácter «pedagógico». «Quería que cualquier lector (informado o no) descubriera historias reales». Como la de Carmen Soriano Gambín, fusilada con 22 años, a quien juzgaron junto a su hermana Rosario en 1939. A Rosario la mataron enseguida, pero Carmen estaba embarazada. «Esperaron a que diera a luz y amamantara a su hijo. La fusilaron el 1 de agosto de 1941 y la arrojaron a una fosa común». O como la de dos hermanas, Rosario y Joaquina, a quienes raparon el pelo, intoxicaron con aceite de ricino y fingieron ahorcar para luego interrogarlas sobre el paradero de su hermano.
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«En esta novela han confluido dos de mis pasiones y obsesiones», dice López Barceló. «Por un lado, el homenaje a las mujeres de mi familia. Por otro, la búsqueda de la reparación y de la justicia para las víctimas de franquismo». En este sentido, la novelista (hoy profesora, entre 2011 y 2015 diputada en las Cortes Valencianas por Izquierda Unida) asegura mostrarse «muy crítica». «Hay políticas públicas de memoria que reparan el dolor, pero que no terminan de sanarlo. Cuando no hay justicia, cuando se mantiene vigente la impunidad de los criminales en una democracia, se plantea un precedente muy peligroso. La novela pretende ser también un grito de indignación y rabia porque, en el ámbito de la justicia (en el resto hemos avanzado) seguimos en el mismo punto que en 1975».
Ese grito, asegura, se acentúa en los últimos capítulos del libro, «cuando a través de Ofelia vemos cómo todavía hay mujeres y hombres que siguen buscando los cuerpos de los fusilados. En ese año 2007 (ahora estamos mejor) llevaban décadas sabiendo dónde estaban los cuerpos de sus padres y abuelos y no podían recoger los huesos para colocalos en un nicho con flores. Es algo tan simple y tan básico como eso», dice Esther, quien defiende que «cualquier tipo de creación artística y literaria también tiene que estar comprometida con su tiempo. Es así como yo entiendo la literatura». De hecho, explica que «con un libro se puede llegar mucho más lejos que con una iniciativa parlamentaria».
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«A pesar de que me recorrí bastante el territorio contando las propuestas y proposiciones de ley que planteaba en la Cortes Valencianas, nunca llegué tan lejos como estoy llegando con la novela. Estoy contando lo mismo, pero está llegando a más gente, que se acerca al libro más que a un mitin o una asamblea».
Esos silencios rotos en 'Cuando ya no quede nadie' también aluden a la violencia machista, encarnada en el personaje de Lucía, una amiga de la madre de la protagonista. La novela, presentada este viernes en Valladolid, ha salido publicada esta misma semana en Argentina y Uruguay. «Me hace especial ilusión, porque mi bisabuela Concepción estuvo exiliada en Uruguay. Ojalá mi abuela estuviera viva y pudiera ver su nombre impreso en un libro que se vende en el país donde lo pasó tan mal y tantas veces la desahuciaron».
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