El exceso de literatura no suele ser bueno para la literatura. Pero pocas ciudades tan literarias como Trieste y, sin embargo, Samuel Brussell ha escrito sobre ella un libro que tiene la ligereza de un cuaderno de apuntes, casi como un borrador, y que se ... lee con una mezcla de fascinación y extrañeza. Apenas si encontramos en 'Alfabeto triestino' muchas de las cosas que esperamos encontrar en un libro sobre Trieste. No se menciona ni una sola vez, por citar un ejemplo, a Claudio Magris, aunque se hable del café San Marco, que suele o solía frecuentar; tampoco aparece Winckelmann, que aquí fue asesinado, y no se alude a su pertenencia al imperio austro-húngaro ni a su condición de puerto franco que le trajo la prosperidad.
Samuel Brussell —leemos su biografía en la solapa del breve volumen y parece un personaje inventado— se centra en la figura de la poeta Anita Pittoni y en quienes tuvieron relación con ella, poco conocidos fuera del ámbito italiano en su mayor parte, con la excepción de Umberto Saba, poeta y librero.
De librerías de viejo, de catálogos, de bibliófilos, se habla mucho en este libro, que podía haber quedado en una rareza para letraheridos, pero que consigue ser bastante más que eso. El autor es un personaje más, y no el menos inverosímil. Nació en Haïfa, Israel, en 1956. Reside en Suiza, es de nacionalidad francesa.
«A los quince años viajó por Europa y desempeñó diversos empleos, como recepcionista de noche, corredor de libros de segunda mano o asistente de coche cama. En la década de los ochenta, vivió en Londres, Bruselas, Nápoles, Montreal, Nueva York y Tel Aviv, antes de regresar a París», leemos. Sus libros los dedica a relatar encuentros con escritores como Queneau, Brodsky o Naipaul y a la historia de las ciudades en las que ha vivido, Brujas, Venecia y Dublín, además de las ya citadas. Errante y políglota, no se indica su condición de judío, aunque se transparenta en su biografía, como de protagonista de una novela de Vila-Matas.
Judíos son también muchos de los personajes de 'Alfabeto triestino', comenzando por Saba, el autor de Trieste e una donna, una de las obras fundamentales en la conversión de Trieste en ciudad literaria, vuelta sobre sí misma a la vez que abierta al mundo y puerto de refugio. Comienza el libro, a manera de diario o de novela de autoficción, con el autor sentado en una terraza de la galería Vittorio Emanuele de Milán, «un fresco domingo soleado», y leyendo el periódico. Allí se entera del descubrimiento, en una librería anticuaria, de la correspondencia entre dos triestinos, Bobi Bazlen, fundador de Adelphi, y Anita Pittone. Al hilo de esa correspondencia va enhebrando Brussell sus páginas, llenas de citas, muchas de ellas de poemas, en dialecto o en italiano.
Uno de ellos, 'Sortilegio', de Anita Pittone, emparenta con 'La ciudad' de Cavafis: «¿Quieres partir? / ¿Quieres abandonar Trieste? / Tienes razón, / venga, vete / tú también volverás». Volverás, aunque no vuelvas, porque la ciudad va contigo donde vayas y «en todo el universo destruiste / cuanto has destruido en esta angosta de la tierra».
¿De dónde le viene su magia a Trieste? De su carácter de encrucijada entre tres mundos: el germánico, el italiano y el eslavo; de ser uno de los enclaves del Mediterráneo que unían Oriente y Occidente; de su pujante comunidad judía; de haberse convertido en lugar de refugio de transterrados ilustres, como Joyce. También Stendhal pasó por aquí y Brussell no deja de anotar las muy precisas referencias al lugar que nos dejó en su diario y en su correspondencia.
Como «una espléndida reunión de fantasmas» define Juan Bonilla en el prólogo a este Alfabeto triestino, que se refiere sobre todo a un mundo desaparecido, o convertido en atractivo turístico (pocas ciudades con tantos itinerarios literarios y tantas estatuas de escritores como Trieste). El prologuista sí que deja asomar en sus líneas preliminares a la actualidad, y de no demasiado afortunada manera: «Escribo esto mientras Rusia invade Ucrania, una Ucrania que quiere ser la misma Europa que tan elocuentemente se desprecia en no pocos rincones de la misma Europa, donde desafiantes nacionalismos catetos hacen de identidades locales pequeñas divinidades que no le temen al ridículo». Una manera de supurar por la herida que el independentismo catalán —tan europeísta, por otra parte— ha abierto en el nacionalismo español.
De nacionalismos excluyentes sabe mucho Trieste, cuya gran plaza abierta al mar —una de las más hermosas del mundo— se llama ahora «Plaza de la Unidad de Italia».
Divagatorio, descosido, sin ninguna tesis que defender, el libro de Brussell aviva nuestra curiosidad, está lleno de preguntas sin respuesta, de localismos universales. «Nada es banal en esta ciudad —concluye—, porque cada rincón de cada calle plantea un interrogante. El paisaje posee la tranquilidad del enigma sin resolver».
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