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«Rufo Batalla soy yo». Como Flaubert dijera de Madame Bovary -'c'est moi'- reconoce Eduardo Mendoza (Barcelona, 78 años) que el protagonista de sus tres últimas e hilarantes novelas es un trasunto de sí mismo. Y confiesa que, como su personaje, «entiendo mejor las ... ideas que a las personas». A través de las peripecias de Batalla revisa Mendoza los grandes acontecimientos del último tercio del siglo XX mezclando la historia con su memoria personal. En el caso de la última, 'Transbordo en Moscú' (Seix Barral), el final del convulso siglo XX, con la caída del muro de Berlín, el desmoronamiento de la URSS y la emergencia de la cultura del pelotazo en una España irreconocible tras la Expo '92 de Sevilla y los Juegos Olímpicos.
Quienes hayan disfrutado hasta la carcajada con las tribulaciones de Batalla en las dos entregas anteriores -'El rey recibe' y 'El negociado del yin y el yang'- debe saber que no habrá más aventuras de este periodista y escritor renegado. Que en esta entrega que cierra la trilogía Batalla celebra un matrimonio de conveniencia con una rica heredera catalana y aborda su última misión en beneficio del príncipe Tukuulo, pretendiente al trono de opereta del imaginario reino báltico de Livonia.
«Dudé si serían cuatro, cinco o seis libros, pero decidí que era redondo acabar con tres y en el último día del siglo XX. Que ocuparse del siglo XXI es cosa de otros, de los nacidos poco antes de 1999», dice un risueño Mendoza, premio Cervantes 2016, que irrumpió en la literatura con 'La verdad sobre el caso Savolta' hace 46 años y que ha publicado desde entonces una treintena de títulos.
«No es una autobiografía, pero sí un recorrido por mi vida que ha salido bastante autobiográfico. Batalla es muy parecido a mí en todo, aunque no coincidan las anécdotas vividas», dice Mendoza de una novela que pasea al lector por ciudades cruciales en su propia trayectoria, como Barcelona, Londres, Nueva York o Viena. Le lleva luego a Moscú para convertir a su personaje en un espía a quien secuestrarán unos agentes soviéticos que lo llevan al otro lado del Telón de Acero. Así homenajea Mendoza a la novela de espías, género que adora, como hizo en las anteriores con la literatura de aventuras y piratas. «Soy un lector angustiado de literatura de espías, porque necesito más novelas de las que se publican», bromea.
«Pertenezco al siglo XX, al de a máquina de escribir y la pluma. El de la cabina telefónica y el ya te llamaré cuando llegue a casa. El siglo XXI es otra cosa; es la época de la dependencia de la inteligencia artificial y el omnipresente móvil», apunta el escritor. «La ficción sirve par dejar constancia de cómo se han vivido momentos importantes y esta trilogía revisa los años 70, 80 y 90 del siglo pasado, años de vértigo y de cambio en el mundo y en España», apunta. «Aquí fueron de una transformación positiva, con consenso y acuerdo, y de una segunda transformación negativa con corrupción, pelotazos y una atomización del país de la que ahora vivimos la resaca», diagnostica.
«El siglo XX vio desaparecer las ideologías que movilizaban promesas protectoras, como las del fascismo y del comunismo. Ambos se derrumbaron y hoy son los mayores insultos posibles y se contraponen a la libertad», plantea el narrador. «Pero ahora no sabemos dónde vamos. Nos dejamos llevar por la corriente esperando no chocar con los arrecifes. Nadie cree hoy que una ideología vaya a solucionar todos los problemas; ni ningún problema, vamos. Nos hemos vuelto muy pragmáticos, pero no sé hacia donde seguiremos ni tengo la llave del futuro», asegura Mendoza.
Al casi octogenario escritor le pasa como a Rufo Batalla, «que entiendo mejor a las ideas que a las personas». «Con las ideas puedes estar de acuerdo o en desacuerdo, pero si las estudias un poco las comprendes. Puedo entender el fascismo, el comunismo y el anarquismo, pero con las personas eso no pasa. Es imposible», asegura irónico.
Acabó la trilogía durante el confinamiento, «un tiempo raro, más reflexivo, de reclusión, de angustia, pérdidas y dolor y en el que, por primera vez, el mundo entero está unido frente de un enemigo común, que no es el país vecino ni una clase social contra otra, como si toda la humanidad luchara contra un enemigo exterior, como si hubieran venido los marcianos». Pero de nuevo echó mano del balsámico humor «que nos ha permitido mantener el espíritu y no dejarnos llevar por la pena». «Es parte de mí, como mi memoria, mis sentimientos y mis reacciones», dice el autor de la descacharrante 'Sin noticias de Gurb', que de nuevo pone en solfa a diplomáticos, artistas, empresarios, estudiantes, músicos, religiosos e incluso primatólogos.
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