Hay mañanas en que fantaseo con el día en que se levante la reclusión en que estamos inmersos. Venecia sería mi destino; una ciudad fantasmal aún vacía porque la gente no se atreve a volver tan pronto. Pasearía por la Plaza de San Marcos, ... me acercaría en barco a Murano y luego iría hasta donde vivió Ezra Pound para recitar el poema de Antonio Colinas. También me imagino vagando por las inmensas estancias de los Museos Vaticanos acompañado solo por el eco de mis pisadas o en el Louvre contemplando La Gioconda a solas. Sería un viaje planeado con temeridad y un punto de inconsciencia.
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Mientras llega el momento, sin saber aún si lo llevaré a cabo, recuerdo el viaje por las Tierras Altas escocesas el año pasado. Fui hasta allí movido por el rastro de Robert Louis Stevenson, el narrador absoluto, como me gusta llamarlo; nadie como él para plantear una historia llena de acción que leemos con la pasión de la adolescencia. A Edimburgo llegué en avión, con el propósito de planificar desde allí el viaje hasta Thurso, la población más al norte a la que llega el ferrocarril y luego, en transbordador, acercarme a Stromness, ya en las islas Orcadas. Callejeé mucho por Edimburgo. Visité la casa en que Stevenson nació – aún una vivienda privada en cuya puerta se advertía que no era un museo. Iluminaba la entrada al jardín una farola, y un cartel daba cuenta del encanto que el escritor veía en ellas. En la ciudad antigua comparte museo con Walter Scott y Robert Burns, desde luego escritores menores a su lado pero favoritos del público. Me imaginé a Stevenson en su adolescencia recorriendo los mínimos callejones apenas iluminados sin saber que años más tarde una novela como Dr. Jekyll y Mr. Hyde debería todo a los años vividos en la ciudad.
A Thurso llegué en tren. El sistema ferroviario escocés es modélico por la puntualidad y la pulcritud de las estaciones, los trenes y la organización. Conforme subía la vegetación se iba despojando de todo lo innecesario. Si hasta Inverness lo propio era la maleza y el bosque de coníferas, más allá encontré solo monte bajo, prados abiertos donde solo crecían algunos abetos dispersos. El agua de los riachuelos era, no sé por qué, de un color oscuro cercano al regaliz. Las poblaciones iban siendo cada vez más diminutas y en algunos apeaderos el tren solo paraba si alguien lo solicitaba.
Thurso es un pueblo pequeño que va a dar a una bahía. En el extremo contrario está la estación. Bajando por la calle principal llegué en poco más de cinco minutos al hotel Pentland, familiar, de pasillos estrechos pintados de verde en algunos tramos. No tiene ascensor y el viajero tiene que arrastrar el equipaje por una escalera estrecha y mal iluminada. De los detalles que más me llaman la atención en ese hotel están la desusada longitud de las bañeras y el que la calefacción esté encendida todo el día en agosto.
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La bahía resguarda a Thurso del Mar del Norte. Las corrientes marinas que proceden de Groenlandia encuentran en ella una barrera natural que mitiga el frío extremo de otros lugares de la costa. La playa se extendía mucho más allá del pueblo hasta llegar al puerto desde el que zarpaban pequeños buques hacia las islas Orcadas. Las mañanas de Thurso – donde pasé cuatro días – eran pausadas y cálidas, aunque no podía olvidar el impermeable en mis paseos; las tardes eran algo más ásperas, casi siempre dulcificadas por la luz que iba cayendo sobre la bahía y que encendía de verde dorado el agua. Desde los ventanales de alguna cafetería observaba el ajetreo de la gente, las esperas para coger el autobús que llevaría a los pasajeros a algún pueblo no muy lejano, las madres jóvenes con niños en carritos, los ancianos todavía ágiles cargados con alguna bolsa de comida. El supermercado no estaba muy lejos, un poco más allá un chamarilero tenía su tienda donde vendía toda clase de baratijas marchitas.
Stromness es un pueblecito cuyas calles dan todas al mar. En un pub observé a un hombre rechoncho que saltó de alegría cuando le dijeron que la sopa del día era de tomate. También visité la notable colección de arte moderno donada por Margaret Gardiner al Piers Art Centre. Pero sobre todo me llamó la atención el Museo de Stromness que albergaba una exposición de la vida de los balleneros y otra de ejemplares disecados de la fauna de las islas. Había frailecillos, gaviotas comunes, gaviotas sombrías, archibebes, gaviotas reidoras, cuervos y urogallos.
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Mientras paseaba antes de coger el barco de vuelta, pensé en los Stevenson. El más famoso había sido escritor pero ya su bisabuelo había sido un conocido ingeniero. La familia había construido casi todos los faros que punteaban la costa escocesa. Su padre intentó que Robert también fuera ingeniero pero, a pesar de los varios viajes en que lo llevó por la costa reparando los faros, este prefirió las letras. Lo imagino en los días de tormenta en lo alto de la torre observando las aves que sobrevolaban la costa, la vista a veces lanzada al infinito, imaginando ya algunas de las aventuras que luego escribiría para fortuna nuestra, sus lectores.
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