Pero antes del triunfo del führer, Viena era la capital del imperio austrohúngaro y un hervidero de artístico en el que «la fiebre más extendida, con mucho, era la literaria», dice Stefan Zweig en 'El mundo de ayer' (Acantilado). Por su incansable pluma y por su biografía, Zweig ejemplifica esa generación nacida a finales del XIX –«en un mundo sin odio», con unos gobernantes «educados en el humanismo , en cuyo subconsciente se avergonzaban todavía de la guerra»– y vivida en el XX –«la Alemania de 1939 fuer el escenario de un terror del todo inhumano»–. Creció en los cafés donde «la primera ojeada al periódico de la mañana de un vienés medio no iba dirigida a los debates parlamentarios sino al repertorio de teatro», donde se disponía de prensa en media docena de lenguas y en los que dieron sus primeros pasos literarios Joseph Roth, Arthur Schnitzler o Hugo von Homannsthal. El periodismo y la poesía como iniciación, el teatro para la gloria mundana y la novela como carrera de fondo constituían las etapas de su peregrinaje.
Zweig, fértil escribidor, señala: «lo que diferenciaba, para bien, la I Guerra Mundial de la II era que la palabra todavía tenía autoridad. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la propaganda, la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba». Se suicidó en 1942, sin conocer hasta que extremos llegaría el embuste. A la historia dedicó unos cuantos perfiles entre los que destacan el de Maria Antonieta y Maria Estuardo, y un ensayo siempre vigente, como la intolerancia que denuncia, 'Castellio contra Calvino'. Tiene una novela para cada tarde de reclusión y varias fueron llevadas al cine.
De la Viena por la que paseó Alma Mahler, quien reunió en su biografía todas las artes –al músic le sucedió un arquitecto, Walter Gropius, un pintor Oskar Kokoschka y un escritor, Franz Werfel–, la que alumbró la Bauhaus y la Segunda Escuela de compositores, a la anexionada por la Alemania nazi.
El imperio se disolvió y quedó el catolicismo y la sumisión al Berlín de otro austriaco, Hitler. Ahí se produce la falla insalvable para algunos de los escritores contemporáneos: Thomas Bernhard, Elfriede Jelinek y Peter Handke, austriacos renegados que, como sugiere Freud con el padre, mataron a la patria para escribir libres.
Bernhard estudió música en el Mozarteum de Salzburgo, santuario de la enseñanza musical aún hoy. Allí volvió en sus memorias noveladas pero sobre todo en 'El malogrado' (Alfaguara), la historia de dos amigos que se conocieron estudiando. El piano es su ambición, su martirio y el espejo de su alma. Uno abandona, otro se suicida y el referido, el que logra triunfar, lo hará renunciando a vivir. Este último es el Glenn Gould, el genio obsesivo por antonomasia.
Hay un dulce que llena las pastelerías de Salzburgo el 'mozartkugel'. El busto de Mozart en cada bombón, las guirnaldas y los abrigos tiroleses pueden llegar a empalagar sin embargo, esa misma tierra alumbró a Fritz Lang, Mendel, Porsche o Haneke.