Como lector, editor y escritor, la historia es un campo de primera importancia para Agustín García Simón. Pero si en 'El ocaso del emperador' jugaba la baza de un filón inexplorado en un personaje muy visitado, en 'Don Álvaro de Luna ( ... 1390-1453). La tragedia de un precursor' (Marcial Pons) se ha visto obligado a una inmersión solitaria en el fondo abisal del medievo.
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–Cita a Ortega en la atención al siglo XV. ¿En qué radica la importancia de ese quicio entre el medievo y la modernidad?
–En una lección 'El hombre del siglo XV', Ortega y Gasset expresó que el siglo XV protagonizó la gran crisis que giró el quicio, nunca mejor dicho, y abrió el umbral de la modernidad en Occidente. Pero sobre la España de ese siglo dijo: entre los pueblos europeos, España no se distinguió especialmente ni religiosa, ni estética, ni intelectualmente…, salvo en una cuestión decisiva: la política. Porque para Ortega fue en España y en ese siglo de donde «saldría el invento del Estado moderno». Me parece evidente que estaba pensando en don Álvaro de Luna, entre otros y, por supuesto, en Fernando de Aragón, figura que inspiró 'El Príncipe' de Maquiavelo.
–Su primera incursión en la historia fue a lomos de un ganador, el emperador Carlos V. En esta ocasión, ¿por qué Don Álvaro?
–Decía Borges sobre la escritura y las obras literarias que, cuando te viene a la cabeza una idea, un personaje, una historia, no hay que hacerles ningún caso, ni siquiera cuando te vuelven a venir de vez en cuando; pero en el momento en que persisten de una manera continuada, no te queda más remedio que atenderlas, tomártelas en serio y ponerte a escribir sobre ellas. Eso es lo que me pasó con Carlos V en su día y su retiro de Yuste. Hubo un momento en que el asunto se puso pesadísimo y no me quedó más remedio que meterme en aquel piélago. Don Álvaro de Luna me acompaña desde mucho más atrás. Lo fui dejando hasta tener tiempo y sosiego, pero cuando me acerqué más detenidamente al siglo XV y a lo intrincado de su vida, me eché para atrás, aquello era un empeño que me superaba. Solo al final de la escapada laboral, cuando el tiempo me lo ha permitido, lo abordé con decisión y el impagable ánimo de mi amigo y editor Carlos Pascual, verdadero estímulo.
–Ambos detentaron el máximo poder. ¿Don Álvaro intuyó la importancia de la monarquía que logró su cénit con el emperador?
–La idea principal de don Álvaro, la monarquía autoritaria capaz de frenar a la oligarquía nobiliaria, no destruirla, llegó con los Reyes Católicos. El emperador Carlos V llegó a mesa puesta, después de una conjunción asombrosa entre la herencia imperial de su abuelo paterno, Maximiliano, y la Castilla pletórica, demográfica, económica y políticamente, de sus abuelos maternos, Isabel y Fernando, a la cabeza de los reinos hispánicos, adonde empezaba a llegar, desde la América recién descubierta, el oro y la plata que atravesaba la península como alma que lleva el diablo para sofocar las guerras y el mantenimiento de un Imperio, el de Carlos V, con pies de barro, cuyo coste desmesurado pagarían Castilla y Flandes, la primera hasta su misma ruina, donde seguimos estando.
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–Defiende esa visión de estado del valido/privado de Juan II frente a la oligarquía nobiliaria. ¿Fue una convicción intelectual sólida u oportunista determinada por su cercanía al monarca?
–Lo que diferencia a don Álvaro de la nobleza que trata de controlar el poder a través de la persona del rey es su idea de Estado. No solo le interesa como cuestión imprescindible la idea de un rey que se eleve por encima del 'primus inter pares' que quiere la nobleza, de manera que se zafe de la ambición arbitraria y caprichosa de los nobles, sino que la figura regia esté sólidamente asentada en una organización institucional que establezca un orden de normas y leyes que afecten a la justicia, a la administración, al ejército, la hacienda, al tercer estado, etc. Es muy significativo en este sentido el rescate e integración que en el reino hace don Álvaro de las minorías judías y mudéjares, especialmente de la primera, con sus conversos. Todo ello movido por una pasión indudable: la ambición enorme por el poder, una ambición movida por ideas.
–«Introduce formas de proceder premaquiavélicas», dice del Condestable de Castilla. Sin embargo su «astucia y diplomacia» no le libraron del ajusticiamiento. ¿Venció Isabel de Portugal?
–En la personalidad de don Álvaro hay claros atisbos premaquiavélicos. Como político, desde luego, pero también en su tono y maneras principescas, en su disposición, en su presencia, en la elegancia, gravedad y cuidado primorosos con que organizaba y mandaba. Don Álvaro es una figura fascinante, compleja, pero sin duda transcendental, precursora y muy atractiva. Le faltó 'finezza' para tratar a Isabel de Portugal, la segunda mujer de Juan II, de la que el venenoso Diego de Valera diría que fue el cuchillo que le degollaría en la Plaza Mayor de Valladolid. Desde luego, fue el catalizador de su muerte, pero la trama es de tupida malla y la complejidad de su liquidación solo se explica en el marasmo de la lucha por el poder y en la labor de zapa implacable del odio humano.
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–¿Es la Edad Media oscura historiográficamente?
–De la caída del mundo antiguo en el siglo V, al XII y XIII, momento en que las sociedades de Occidente comienzan a recobrar un pulso indudable, no parece que haya muchas luces para los no especialistas. Evidentemente, esta es una visión simplificadora. Hay no pocos historiadores para los que la Edad Media es un pequeño paraíso por descubrir. Me interesan las épocas de transición, y si en la Edad Media hay una perla, está claro que hay que bajar a por ella en el siglo XV: trepidante, donde palpita acechante y oscuro lo viejo y se abren algunos claros de luces entre las sombras. Siempre se encuentran en las fuentes oficiales aspectos reveladores que siguen a la espera de una lectura escudriñadora, de una revisión que saque a la luz lo que la desidia y pereza académica ha dejado en el camino por falta de exigencia, de rigor; pero, sobre todo de un poco de pasión a la hora de atinar en la selección de los materiales que esperan la interrogación de los historiadores y, desde luego, la inevitable interpretación.
–Visitó Escalona, La Armedilla, el convento franciscano de Laguna, enclaves que hoy son ruinas, «eco perenne de la negligencia, desidia y vergüenzas hispánicas». ¿Esa negligencia sigue?
–En el aberrante Estado de las autonomías en el que vivimos (no se explica más que en España, país tribal, ese resucitar con tanto entusiasmo las esencias del Ancien Régime), antes de que desguazaran del Estado las competencias fundamentales como la educación, la sanidad, la seguridad, el medio ambiente, etc., hubo unos primeros años muy positivos para la recuperación del patrimonio. Aquel impulso ha decaído y se ha impuesto la desidia que parece acompañarnos como país, y que ya denunciaron nuestros «curiosos impertinentes». Parece un signo más de nuestra degradación. La cultura, como elevación civilizatoria, ha desaparecido, arrumbada por una impostura neoanalfabeta, grosera, impetuosa y agresiva.
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–«El odio, como energía catalizadora de aquella sociedad, que en España se iría haciendo endémico hasta hoy». ¿A qué lo atribuye?
–Para mí es evidente que el odio, como expresión genuina de destrucción del otro, es endémico en España. Solo citaré a dos españoles de fuste: el cronista castellano del siglo XV, Alonso de Palencia, y a don Américo Castro. El primero dejó escrito: «España es una provincia que no se da a la compostura de razonar». El segundo: «Los españoles no se mueven por la razón, sino por el odio».
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