Adolfo García Ortega, en la Feria del Libro de Valladolid de 2019. Henar sASTRE

Adolfo García Ortega: «Lo espiritual no es más que una faceta del conocimiento sensible»

El narrador vallisoletano da forma de ensayo a su novelesco hereje sintoísta en 'La luz que cae', un viaje a Japón

Victoria M. Niño

Valladolid

Miércoles, 19 de mayo 2021, 08:54

Poco antes del confinamiento publicó el poemario 'Kapital' y al comienzo del verano un 'Abecedario de lector'. Ya entonces, Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958) andaba ensayando una prosa sobre Japón que terminó siendo 'La luz que cae' (Galaxia Gutenberg). La protagoniza un hereje ... sintoísta del XVIII y un escritor español del XXI aunque no se sabe quien es real y quien ficticio.

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–¿Es esta la historia de un descubrimiento, de una iniciación en una filosofía?

–He querido hacer una ficción a partir de unas ideas que me surgieron en Japón. Encontré en el sintoísmo ortodoxo una especie de politeísmo, pero como soy profundamente ateo y descreído, empecé a darle la vuelta a ese politeísmo y encontré dentro de mí, de mi vida, un modo de relacionarme con la naturaleza y conmigo mismo que he trasladado a ese hereje. De hecho, Kindaichi representa la herejía por excelencia, el ir en contra. Kindaichi es un personaje-hereje, un héroe-pensador creado por mí para rebatir y confrontar las religiones orientales (todas las religiones en realidad) y fijar una nueva relación con la naturaleza. Hay en sus ideas una iniciación de corte filosófico y hedonista, que busca profundizar en uno mismo y en la capacidad de asombro. Sus ideas son las mías. La novela, bajo su doble forma de relato y ensayo, cuenta que Kindaichi ha sobrevivido porque, en 1810, un holandés, que fue su protector y amigo, fijó en un libro su herejía del sintoísmo. Esta es la peripecia del libro. Quizá todo se lo inventó ese holandés, o quizá lo hice yo, como habrían hecho Borges o Sebald, escritores de referencia míos. La clave de mi libro, que es novelesco, reside en que no importa la existencia de Kindaichi, lo que importa son las palabras que se le atribuyen. Son esas palabras las que harán mella en los lectores.

–¿Rimbaud y Barthes fueron escalones que le dirigieron hacia ese 'sintoísmo herético'?

–Este libro es eminentemente literario. Relaciono muchas cosas en él, tanto de la cultura japonesa como de mi cultura occidental, europea. Parto de Barthes, de quien traduje un libro sobre el Japón que considera ese país como un «país escrito». Barthes, además, está en la base de mi formación literaria. Y desde luego otro mito es Rimbaud, que me ha acompañado toda la vida y que solo en Japón, al imaginar a Kindaichi y su luz, caí en la cuenta de que Rimbaud y su luz tenían una secreta relación fundacional en mi interior. Y en el de cualquiera, porque el libro permite crecer a quien lo lea. Rimbaud, las iluminaciones, la energía del asombro, son la otra línea de fuerza del libro.

–En tres ocasiones Kindaichi se entrega al silencio, como los cartujos ¿el silencio se ha quedado en nuestra sociedad como rareza religiosa?

–No hay ni un gramo de cristianismo en mi libro, y menos aún en Kindaichi. No hay nada religioso en sus teorías, al revés, le da la vuelta y crea una especie de religión no-religiosa, sin dioses. No sé qué mueve a un cartujo, pero siempre he creído que los monjes suponen una negación de la vida, una demostración del miedo ante la naturaleza. Kindaichi tiene en el silencio una especie de detención, de reordenamiento para hallar preguntas vitales a las que dar una respuesta. Respuesta que espera le dicte algún animal. Los animales tienen mucho peso en este libro. En realidad, en todas mis novelas.

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–Hay una coincidencia entre los trabajadores del papel y los pensadores en el sintoísmo, ¿se siente parte de esa estirpe?

–En el sintoísmo herético de Kindaichi el papel, la papelería, es sinto, lleva a los kami, que son las figuras que aceptamos en nuestro asombro ante las cosas. El papel guarda relación con la palabra, con la posibilidad de que exista la palabra, con la grafía, el rasgo, y esto lleva a la mano, y la mano a la intención, y esta a la idea, y esta al asombro. Descubro que estoy cercano a Kindaichi cuando caigo en la cuenta de que toda mi vida, desde niño, he estado vinculado al papel.

–La conexión con la naturaleza, la interrelación con sus cambios, forma parte también del sustrato filosófico occidental ¿qué rasgos son privativos de Japón?

–Bueno, en realidad esa conexión con la naturaleza es básicamente oriental. En Japón, la naturaleza tiene un grado de fusión con la vida hasta extremos asombrosos. Los bosques, la comida, el respeto por todo lo que proviene de la naturaleza, la naturaleza misma como un ámbito transcendente, de ritualización orgánica… Eso es Japón, más mil aspectos más, porque es inabarcable. Lo que fascina es la interrelación con ello a un nivel individual, personal. Este rasgo de reciprocidad entre lo natural y el ser interior de cada uno –que yo comprendí súbitamente al ver el Fuji y su majestuosidad durante largos minutos hipnóticos– es lo que mi libro trata de captar y transmitir.

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–Wittgenstein, Camus, Oe, ¿cómo se relaciona con sus 'kami'?

–Hay en este libro muchos nexos distintos. Salen muchos filósofos, escritores, pensadores, directores de cine, pintores, relatos, viajes, etcétera. Todos ellos tienen que ver, fundamentalmente, conmigo, en tanto que son mis preferidos. Son mis kami, por así decir. Y lo son porque me asombran, y al hacerlo, les concedo un rango de autoridad, de prevalencia, que solo se existe entre ellos y yo. Por eso el sintoísmo herético es tan singular, porque solo existe en la relación entre las cosas y los seres y uno mismo. Bueno, con estos materiales he contado una historia y he desarrollado una teoría, esta es la propuesta del libro.

–El vínculo entre sabiduría y sacralidad ¿se ha perdido en la actualidad?  

–No creo en absoluto en la sacralidad ni en ninguna variante que pudiera adscribirse a una religión, con lo que tienen de normativas, referenciales a un ser supremo, etc. La sabiduría, tan puramente humana y natural, en cambio, es lo que se podría concebir como espiritualidad. Lo espiritual no es más que una faceta del conocimiento perceptivo, sensible, en diálogo con la racionalidad. Digamos que Diderot, Baudelaire, Lorca y Kindaichi, por ejemplo, serían variantes de esa espiritualidad racional.

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–Elige una forma de novelar el ensayo ¿seguirá en esa senda?

–Creo que la novela tiene dos caminos: uno no conduce a ninguna parte, salvo a la repetición. Es el caso de la novela folletinesca, convencional, que siempre está en un grado cero. El otro camino es el de la exploración, la búsqueda de formas nuevas para contar, sin que se rompa el sentido de ficción narrativa. Habría muchos ejemplos literarios de esto hoy en día, no me voy a extender. Yo estoy en esta línea, por eso todos mis libros de ficción son distintos, abordan la manera más arriesgada, creo yo, y me permiten, sobre todo, divertirme cuando escribo, incluso sorprenderme. Ahora estoy empezando a vislumbrar una historia que no es nueva en sí misma, pero entreveo un nuevo modo de acercarme a ella. Tardaré aún unos años en escribirla, si ella quiere ser escrita, claro.

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