samuel regueira
Sábado, 3 de diciembre 2016, 09:55
Fue en 1972 cuando Lou Reed revolucionó el panorama musical con probablemente su mejor trabajo de estudio, Transformer, un álbum cuyo primer tema, Vicious, le vino directamente inspirado por su amigo, Andy Warhol. El genio del pop-art, no por nada, había producido dos años atrás la segunda película de su particular trilogía, Trash (en portugués O Vicio) dirigida por Paul Morrissey y dirigida por Joe DAlessandro. De alguna manera o de otra, todas las grandes figuras de la contracultura estadounidense se vinculaban a los dos. A Warhol y a ese vicio, visceral, revulsivo y de proporciones bíblicas. Con estas resonancias firma Luis Antonio de Villena su ensayo literario Nueva York/ Babilonia, los años de la edad maldita (ed. Stella Maris), un recorrido por aquel hito que marcaran las transgresiones de estas figuras del underground y otras como los poetas beat Allen Ginsberg y William Burroughs, la cantante Patti Smith o los escritores Paul Bowles y Truman Capote, entre muchos otros.
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«Warhol se convirtió en el hombre que daba la patente de modernidad; nadie hacía nada ni era nadie si no pasaba antes por su visto bueno», explicó el poeta madrileño, a propósito de uno de los aspectos de estudio que vertebran este libro, la figura profundamente contradictoria de este icono que igualmente apoyaba la drogadicción y el sexo libre como vivía, de forma privada, bajo un sentido muy hondo de lo conservador: «Era hijo de una eslovaca católica y nunca se deshizo del todo de aquel complejo de Edipo; además, al morir se le descubrió un piso muy bien amueblado y tradicional que chocaba con su aparente estilo de vida», expone De Villena, que tuvo la ocasión de conocer en su ciudad natal a quien patrocinara al artista Jean-Michel Basquiat: «Transmitía una cierta sensación de frialdad y siempre iba rodeado de modelos en lugar de guardaespaldas». Aún más: los prohijamientos de Warhol podían llegar a ser hasta involuntarios: «Cuando inauguró una retrospectiva con algunos cuadros nuevos en la madrileña galería Vijande en 1983, su presencia le hizo oficiar, inadvertidamente, nuestra Movida».
La capital del mundo
El ensayo comprende así estos años en el ambiente maldito de Nueva York desde finales de la década de los sesenta y hasta comienzos de la década de los ochenta, cuando la ciudad era «la capital cultural y vital del mundo». Vinculada a una cultura muy libre, la Gran Manzana acogió aquella corriente de cine experimental de Morrissey (protagonizado por un Joe DAlessandro que normalizara, como pocos, la prostitución masculina) y, claro, Warhol. No faltaban a este guiso ingredientes como la música de Patti Smith, «una de las pocas supervivientes de aquellos años», o la de Niko y Reed a través de la Velvet Underground.
Y en literatura, «todos querían hacerse la foto con Ginsberg», mucho más que el Carlo de la jazzística En el camino; pero también destellaba el artífice de El almuerzo desnudo, William S. Burroughs. Y en la lejanía, El cielo protector de Paul Bowles, a quien De Villena conociera en Tánger, un autor «emblema de relatos al borde del existencialismo, protagonizados por personajes inmersos en aventuras poco habituales».
Era alta cultura reflejando la marginalidad, y creando un universo nuevo en función de la moral y al margen de la política: «Superaron el comunismo y el conservadurismo, creían en una libertad individual donde los baremos tradicionales serían derribados». La posterior caída del Muro de Berlín, así como la paulatina desaparición de una ideología continuista que negaba derechos fundamentales a las mujeres y a los homosexuales, terminaron por darles la razón.
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Artistas malditos
Su carácter de malditos también responde a la ambivalencia del término, tanto en su sentido negativo (tal y como les veía la nueva burguesía de finales de los ochenta) como en el positivo, que rescata la acuñación que de esta palabra hiciera Paul Verlaine en el siglo XIX. En su ADN también venía marcada la decadencia y, por consiguiente, su final, marcado por dos significativas muertes: la de John Lennon, asesinado por Mark David Chapman en 1980 frente al edificio Dakota, y la de Rock Hudson, de sida, en 1985.
«La muerte de Lennon fue el comienzo del final del sueño», sentencia De Villena. Por su parte, la del galán protagonista de Gigante sirvió para normalizar la presencia del VIH, con la encendida defensa que de él y los homosexuales hiciera otra inmensa figura de entonces, Liz Taylor: «Su mensaje de respeto contribuyó a que cambiara la imagen de que aquello era una enfermedad, y no una plaga de Egipto», valoró el poeta madrileño: «Gracias a ello, las distintas autoridades se pusieron a buscar soluciones relativamente pronto; de lo contrario, el VIH podría haber sido toda una condenación».
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El legado de esta época, donde «el mejor Lou Reed era el que se chutaba heroína en Madrid en el año 76», es difícil de definir: «Los que trataron de volver siempre lo hicieron con menos gracia», se lamenta De Villena. Por otra parte, mucha de su estética y buena parte de su trabajo (desde distintos trabajos de pop-art de Warhol al himno Take a walk on the wild side de Reed) han sido reabsorbidos por los distintos grupos de poder establecido, en especial el marketing y la publicidad: «El sistema siempre absorbe lo más superficial: el ritmo o la estética es lo de menos, el significado del titulo de aquella canción (Date un paseo por lo salvaje) o el mundo en el que se gestó son más significativos», concluye De Villena: «Las élites nunca han asimilado el contenido, solo se quedan con lo que pueden usar; la forma, el color, una música pegadiza».
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