Hubo un tiempo, antes de Wikipedia, en realidad bastante cercano aunque la desmemoria vigente haga creer lo contrario, en que niños y jóvenes nos entreteníamos con los cromos y el relato de las hazañas de los deportistas en campeón, hombres y mujeres que competían y ... se comportaban como lo que eran: seres humanos de carne y hueso, no como ídolos de diseño. Eran cromos y relatos al alcance de todos, porque así los tebeos como las radionovelas o las películas no discriminaban a nadie, ya rico, ya mediopensionista, ya humilde, y eran francamente accesibles al común de los bolsillos.
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Se trata de los cromos que marcaron la segunda mitad del pasado siglo XX, los años triunfales, pongo por caso, de Bahamontes, 'el Águila de Toledo', quien «escalaba con la misma facilidad con que otros bajan las cuestas» y que en una de las cumbres colosales del Tour llegó a pararse, habiéndosele averiado la bicicleta, para regalarse un par de bolas de vainilla a la espera de un pelotón que pedaleaba a catorce minutos. Los años de Di Stéfano y Kubala, futbolistas muy por encima de Messi, mucho mayores en todo, salvo en los ingresos, porque el salario anual del llamado astro argentino en aquellas calendas no lo cobraban ni entre todos los futbolistas de primera división. Los años de Campanal I, el legendario delantero centro del Sevilla, que «firmó siempre en blanco, sin exigir mejoras» y «hasta le prestó diez mil pesetas al equipo en un momento de dificultades económicas», asturiano hasta la médula identificado con aquel equipo y aquella ciudad.
Fueron los años, por añadir un par de ejemplos, del boxeador Paulino Uzcudun, 'el leñador de Régil', formado en los ambientes del deporte popular euskaldun pero que acabó de juguete roto (título de la película que le dedicó Summers) a manos de la mafia norteamericana; y Mariano Haro, 'el león de Becerril', tierracampino adusto que disputó (y ganó) su primera carrera equipado con una camiseta de tirantes y «un pantaloncito que me había hecho mi madre» y que «solo se dopaba con un cocido de garbanzos».
Son semblanzas intensas y logradísimas, tocadas por ese don de la claridad y la capacidad de llegar al lector que caracteriza a Andrés Amorós, encarnación cabal su literatura de aquella máxima horaciana de enseñar deleitando, algo sólo al alcance de los elegidos, tan en las antípodas de las tabarras eruditas como de esa subcultura a la gugleta que con frecuencia se expresa por disparates. Será peliagudo encontrar entre las novedades de este otoño un libro tan ameno e instructivo como este, cuya simple mención pondrá de los nervios a los gurús de la educación desmemoriada y al que yo aplicaría un conocidísimo proverbio machadiano: «Todo pasa- y todo queda,/ pero lo nuestro es pasar,/ pasar haciendo caminos,/ caminos sobre la mar».
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Todo pasa, sí, pero también resulta gozosamente evidente que el pasado vuelve en alas de la buena literatura, abriendo caminos en el mar del olvido cuando un autor de la talla intelectual y la categoría humana de Amorós se pone a ello. Pasen y lean.
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