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José Luis GArcía Martín
Valladolid
Jueves, 23 de enero 2020, 21:36
Aunque hable mucho de escritores, sobre todo de poetas, no haríamos demasiada justicia al último tomo de las memorias de Luis Antonio de Villena, 'Las caídas de Alejandría', si lo juzgamos como obra literaria. Escrito descuidadamente –más que escrito parece transcrito de una grabación–, ... necesitado de una revisión editorial que evite anacolutos, confusos hipérbatos y repeticiones, su interés mayor es el documental.
Decía Somerset Maugham que es habitual que un caballero, después de los sesenta años, tenga vida sexual, pero que no resulta correcto que hable de ella. Luis Antonio de Villena no es de esa opinión y buena parte de este nutrido volumen memorialístico se dedica a referirnos, con pelos y señales, nunca mejor dicho, su vida sexual. No entraré yo en detalles. Simplemente diré que quienes combaten la prostitución por degradar a las mujeres, pueden constatar que también existe la prostitución masculina. El lugar de aprovisionamiento del autor fue primero un local madrileño, a cuya desaparición dedica un elegíaco capítulo, y luego las páginas de contacto de Internet. Jóvenes inmigrantes, a menudo sin papeles, primero marroquíes o de los antiguos países del Este, sudamericanos después, protagonizaron sus venales aventuras. El más extenso capítulo del libro, 'El rumor y el calor de Colombia', se dedica a contarnos con detalles que no serán del agrado de todos los lectores sus visitas como turista sexual a ese país.
No menor interés documental tiene lo que nos revela sobre los entresijos de una vida literaria basada en el intercambio de favores. El autor no calla ninguno de los favores que concede (ni siquiera se olvida de que invitó muchas veces a cenar a Ana Rossetti cuando estaba necesitada de dinero) y se queja de la ingratitud de sus favorecidos. Especial importancia parece concederle a su influencia en el jurado del Loewe. Hizo que invitaran a Darío Jaramillo, por ejemplo, y luego cuando quiso ir a Colombia para encontrarse con alguien conocido por Internet le pidió que le buscara algunas conferencias para que el viaje le saliera gratis. Darío Jaramillo, que ocupaba un importante cargo institucional en aquel país, así lo hizo, pero antes de que se concretara esa invitación resulta que dejó de formar parte del jurado del Loewe (Villena afirma que no fue por culpa suya) y ahí se acabó todo. De esos ilustrativos 'do ut des' está lleno un libro que confirma que la labor crítica del autor –antólogo y reseñista en diversos medios– no siempre estaba basada en criterios estrictamente literarios.
Para cierto público, no para el público en general, el capítulo que resultará más suculentamente morboso lleva el título de 'Los amigos algo jóvenes o más jóvenes'. En él se ocupa de los poetas con los que tuvo relación en sus años de antólogo de la nueva poesía. Con encomiable sinceridad, nos da a entender que de esos poetas no solo le interesaban los versos. Tuvo relaciones eróticas con algunos, lo intentó con otros. De varios se siente resentido porque no mostraron la suficiente gratitud. Me imagino que todos los que aparecieron en sus antologías, desde 'Postnovísimos' hasta 'La inteligencia y el hacha', hojearán con temor estas memorias para comprobar lo que dice de ellos. Porque el autor no solo habla sin pudor de su propia vida sexual, sino también de la de los demás, aunque lo que cuente sean solo rumores.
En este libro lleno de nombres, tan propicio para el análisis sociológico (el autor representa un tipo de vida ya por fortuna desaparecido) y psicoanalítico (hace fotos a un joven amante engalanado con unas ricas telas que fueron de su madre), tan profuso en cotilleos, se practica la 'damnatio memoriae' contra quienes el autor considera que «le fallaron vilmente, cuando no se fallaron a sí mismos, desde la más soez y plebeya ambición dañina». Visto lo visto, esas personas nunca se lo agradeceremos bastante.
Este tercer tomo de las memorias lleva el subtítulo de 'Los bárbaros y yo'. El autor se considera casi como el último romano antes de la llegada de los bárbaros, porque según él vivimos en una etapa de decadencia donde la cultura está a punto de desaparecer. El capítulo final constituye una vehemente diatriba contra esa decadencia que al parecer comenzó (no podemos menos de sonreír) cuando llegó la crisis, los periódicos le pagaron menos y las instituciones oficiales –el instituto Cervantes en primer lugar– dejaron de invitarle a divertidas giras por esos mundos.
Es difícil tomarse en serio las consideraciones políticas de Luis Antonio de Villena. Añora, frente al actual «reino de la gentuza», los buenos tiempos de Felipe González y José María Aznar. Confunde su situación personal con la de la civilización contemporánea, pero ello no sorprende demasiado en quien nunca se caracterizó, como articulista y ensayista, por el rigor conceptual.
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