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Hará la friolera de unos treinta años, por estas fechas, leía en mi pueblo 'Rock Springs', libro con el que descubrí a Richard Ford. Afortunadamente, tantos años después poco ha cambiado en los también diez cuentos, de media extensión, excepto el breve 'De incógnito' y ... el más largo del final, 'Perder los papeles', que conforman su reciente 'Lamento lo ocurrido', publicado curiosamente en español antes que en su versión original, como hermoso detalle del autor hacia Anagrama, fiel a su obra desde sus comienzos. Además Ford mostró su gratitud acudiendo el otoño pasado a la celebración con motivo de las bodas de oro de la editorial barcelonesa, donde anunció, por cierto, nueva novela sobre su personaje estrella Frank Bascombe.
La prosa de Ford recoge y entronca con lo mejor de la narrativa norteamericana contemporánea, que viene de Scott Fitzgerald o Ernst Hemighway –a cuya poética del relato condensada en la imagen del iceberg siempre se atiene– hasta desembocar en Cheever o Carver, que lo bendijo como heredero y lo tuvo desde sus comienzos por «escritor magistral». A este respecto, en los agradecimientos del libro el autor cita Eudora Welty y James Salter, «vivos en mis pensamientos como los amigos y la inspiración que siempre fueron».
De la narrativa breve de Ford se espera, y aquí vuelve a cumplirlo con creces, una articulación natural, muy hábil sin parecerlo, de escenas de la gente común, esas personas corrientes de su estado natal, Mississippi, o del de adopción, Maine, cerca de la frontera canadiense, escenarios presentes en las historias, si bien la mayoría se desarrolla o tiene como referente New Orleans, tras el devastador huracán Katrina –las de 'Rock Springs' creo recordar que transcurrían en el para mí mítico estado de Montana–. Y también cabe esperar que los personajes, desencantados, descentrados, sin nada de lo que enorgullecerse, se presenten en acción, para intentar que se levanten desde la mediocridad contemporánea: «Alguien que tan solo pasaba por allí. Pero aquello eran los Estados Unidos. Todo el mundo pasaba por allí. Tenía la impresión de que allí nadie se implicaba realmente en nada».
Son gente vulgar, sí, pero a la vez impenetrable, marcada por una soledad tipo Hopper no se sabe si congénita o sociológica o una mezcla de ambas –algunos relatos se abren, paradójicamente con reuniones o encuentros fortuitos que no pasan de acercamientos fallidos de hombres solos–, cuyas vidas hechas trizas se nos muestran en pocos trazos, tan escasos como resolutivos y concluyentes. En este sentido, nunca se elogiara bastante la capacidad fordiana para que nos movamos simultáneamente en varios planos narrativos y para que el lector tenga de continuo en mente el fuera de campo, sin duda fundamental cuando la base argumental está elidida o apenas insinuada en virtud de la mentada teoría del iceberg.
Sin embargo, esos personajes desnortados, aplanados por la paralizante realidad del presente, tienen memoria, no puede evitarla. De ahí los frecuentes flasbacks que puntean y a veces apuntalan, sobre todo desde su vertiente amorosa, a menudo decisiva, la trama de los cuentos. No sólo no pueden eludirla, sino que, como le sucede a Cardenio en 'El Quijote', acaba por convertirse en la enemiga mortal de su descanso, de sus existencias vacías sostenidas por lo rutinario, que buscan con denuedo y en balde rebasar para sobreponerse a su asfixia. Todos viven sumidos en las pejigueras y preocupaciones cotidianas, aplastados por el pasado, lejos de la naturaleza.
En el fondo, Ford escribe, siguiendo su costumbre, como dice el dentista irlandés –otra de las constates del volumen– del relato 'Rumbo a Kenosha', «a propósito de esta época sombría», o sea, la sociedad estadounidense actual, que es más o menos la nuestra, articulada de espaldas a cualquier atisbo de metafísica, fraguada en el consenso en torno a que el engrudo social, aunque en su origen tuviese naturaleza de disolvente, es la aceptación tácita por parte de la opinión pública y de la inmensa mayoría de los individuos de que la sustancia del ser humano y su devenir no pasan de mera contingencia y de que, como en el universo aún más drástico de Onetti, la soledad tan deseada es al tiempo el infierno tan temido.
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