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Afinales del XIX la novela de fantasmas, la 'ghost story', se convirtió en un producto literario muy demandado por los lectores anglosajones. Henry James no le prestó atención en sus primeras obras, que iban en paralelo a sus experiencias de norteamericano trasplantado en Europa. Pero ... a partir de 1870 comenzó a publicar cuentos de ambiente sobrenatural, a los que aludía como «la forma más aceptable del cuento de hadas». Cuando se instaló en 1896 en Lamb House, una casa que compró en el condado de Sussex, cerca de Londres, sintió una soledad y una inquietud nueva. «Veo fantasmas por todas partes», escribió a un amigo. Llevaba tiempo interesado por temas paranormales, y seguía los testimonios de personas afectadas por ellos que recogía la Society for Psychical Research, de la que su hermano William James, eminente psicólogo, era presidente en Estados Unidos. En esos testimonios los fantasmas se caracterizaban por rasgos que nada tenían que ver con las novelas góticas que triunfaban: eran visibles de día o de noche, con cualquier luz, y rodeados de silencio. Teniendo muy en cuenta esas indicaciones, en el otoño de 1897 Henry James dictó a su mecanógrafo lo que luego sería 'Vuelta de tuerca'.
Lo que llamó pronto la atención sobre esa obra no fue solamente el abandono de la espectacularidad sobrenatural que teñía el género, lo que daba al relato una inquietante proximidad con la realidad cotidiana. Henry James se apoyó también en sus reflexiones sobre la enunciación, sobre el punto de vista que la organizaba. Más allá del narrador omnisciente y su transparencia ante los hechos, la escritura de James se configura desde un vértice observador sin capacidad totalitaria: «La casa de la narrativa no tiene una sola ventana, sino un millón», señalaba en el prólogo a 'El retrato de una dama'. La voz de 'Vuelta de tuerca' pertenece a uno de sus protagonistas, la institutriz de unos niños en la mansión de Bly. Pero habla desde un manuscrito que refiere unos hechos de bastantes años atrás, y que ella entrega a otra persona antes de morir. A ese manuscrito se da lectura en una velada navideña, y es el centro, aunque no exclusivo, de la obra. En esta cadena de intermediarios entre los hechos y el lector se va desperdigando la subjetividad de lo narrado, lo que dificulta aún más la respuesta a las preguntas decisivas. ¿Son reales los fantasmas, o son producto de la mente perturbada de la narradora? ¿Son inocentes los niños, o perversos? El texto no es capaz de doblegar esa ambigüedad que tanto inquieta al lector, convirtiéndose en su atractivo principal, en su temblor profundo.
A pesar de sus riesgos y novedades, las artes escénicas se ocuparon de la novela. En 1950 se estrenó una versión teatral de William Archibald. Benjamin Britten dio forma operística en 1954 a un libreto de Myfanwy Piper, 'The Turn of the Screw'. Pero ha sido el cine quien se encandiló repetidamente con esa novela de Henry James, más que con cualquier otra. El número de adaptaciones supera la quincena. Las inauguró Jack Clayton en 1961, con bastante fidelidad a la obra original: 'The Innocents', que en España recibió el absurdo título de 'Suspense'. También se apuntó al disparate del título 'Los últimos juegos prohibidos', 'The Nightcomers' en la adaptación de Michael Winner de 1971, que indagaba en la vida anterior de los fantasmas. Entre otras versiones, olvidables en su mayoría, dos españolas: la apreciable 'El celo', de 2000, única película dirigida por el mallorquín Antoni Aloy, que trasplanta a la isla la mansión de la campiña inglesa. Y la desmañada de Eloy de la Iglesia en 1985, que cambia a la institutriz por un jesuita exclaustrado. Las versiones llegan hasta ahora mismo: en abril se espera el estreno de 'The Turning', de Flora Sigismondi.
El problema fundamental que debe afrontar cualquier traslación al cine es esa ambigüedad que James inoculó en el corazón del relato al confiarlo a la voz de la institutriz. Y es que el cine cojea de voz o punto de vista subjetivo, salvo en planos concretos y episódicos. En nuestro lenguaje natural basta con una elección del tiempo verbal para saber quién está detrás del texto. El cine, privado de esa marca personal de la gramática, intenta ensayar alguna que la sustituya: por ejemplo, la voz de un narrador, que de todas formas no ciñe con suficiencia la vida propia de las imágenes. Cabe también una apuesta más fuerte y cinematográfica: ceder el punto de observación a los ojos de un protagonista, colocar la cámara en ellos. Pero esa exclusividad nunca funciona, deja una monotonía visual y dramática contraria a los intereses de un relato. El balance no tiene revés: los juegos de subjetividad, esa ambigüedad que convierte el cuento de James en un sutil hilo de terror con el que envuelve al lector, no tiene correlato directo en el cine. Aun así la adaptación de Clayton, la primera y sin duda la mejor, es consciente de esa carencia y explora procedimientos indirectos para mitigarla. Así, todas las escenas cuentan con la presencia de la institutriz, que se convierte en el testigo indispensable, casi en emanante de los hechos. Se potencia también el ambiente enfermizo de la mansión, una atmósfera delirante que contagia lo que la cámara muestra, aunque sea a costa de introducir recursos góticos que James eludía cuidadosamente. Y además la película de Clayton se muestra muy sólida en aspectos decisivos para el resultado: fotografía, puesta en escena, interpretación. Pero siempre queda la añoranza de esa pluralidad de ventanas que Henry James abre, o cierra, sobre la mansión de Bly y sus indecidibles fantasmas.
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