![Turner, Lynch, García Valdés y un valle minero, en cien páginas](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202302/18/media/cortadas/jorge-kprH-U1906419057843SD-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Aceptó el reto de escribir de la belleza del campo desde la experiencia personal que le brindó Gustavo Martín Garzo y Jorge Praga ha escrito sobre Omedines. La casa familiar en la cuenca minera asturiana es la excusa que reúne entre dos tapas a Turner, John Ford, David Lynch, Seamus Heaney, Olvido García Valdés y Cortázar, entre otros amigos de este físico.
'La belleza del afuera' (Eolas) hereda la estructura del «libro de texto clásico de matemáticas», dice quien lo siguió durante 40 años como docente, «primero la teoría y luego los problemas, es un guiño a mí mismo, un orden implacable y gustoso».
La teoría pasa por Turner y los ajolotes, unos anfibios que se le prendieron en la memoria a Praga cuando leyó el cuento de Cortázar en su primera juventud. Praga retoma una historia, advierte que poco verosímil, pero útil para ilustrar una forma de mirar, el hallazgo de la belleza insólita, nueva, salvaje, la del que saca medio cuerpo por la ventanilla del tren/carromato para ver la ventisca en toda su fuerza a la velocidad del vagón. Turner llevó al óleo lo «nunca visto antes». Frente a la armonía y la limitación, el territorio de lo infinito, la belleza que pierde pie en su tránsito hacia lo sublime.
De los anfibios mexicanos, Praga extrae la idea del «ser que se funde con el otro lado, con los observado, los ojos que traspasan el cristal del acuario». En este «marco de posibilidad teórica», se adentra el escritor en la pradería que rodea la casa familiar, adquirida hace 25 años con el propósito de no perder sus raíces. Frente a la generación de sus padres «que descubrió un mundo prometido y luego no alcanzado, el de la ciudad, los médicos, los servicios», su mirada «gratuita al campo, porque nosotros no cargamos con lo peor. Allí solo corto leña cuando la necesito, no todos los días como estaban obligados mis antepasados. Nuestra vuelta es epidérmica».
Lo primero que le engancha de la tierra es «el cambio continuo. Según llego siempre hay sorpresas, buenas y malas, un árbol caído, uno florecido, la casa invadida por lo de fuera, los bichos, la humedad. Dejas un piso por un tiempo, vuelves y sigue todo igual. En el campo eso es impensable». Y es que la casa tiene una cualidad «la permanente porosidad, lo de fuera se mete dentro, la puerta siempre está abierta, hay una constante lucha o disfrute, una constante fricción. Para mí supone una vida alternativa a la que tengo en la ciudad, una forma distinta de estar». Además las paredes de esa casa antigua y el prado que la rodea «tiene memoria, la tierra te habla de los que la trabajaron antes». Y aunque él la trabaja, aunque le cuesta arañarse los brazos y endurecerse las palmas de la manos, escucha el reproche de los lugareños sobre su incorrecta poda o su no pertenencia al lugar. «Siempre me ha acompañado la sensación del impostor, como dice Scorsese de sí mismo en los rodajes». Ha llegado a un pacto con la naturaleza, «aceptas la derrota, si eres maniático o perfeccionista estás perdido. Por eso hay que aceptar su invasión, siempre se renuevan los enemigos, las frondosidades se sustituyen unas a otras, pero es satisfactorio». La satisfacción de dar con una belleza propia, «modesta, intransitiva, difícil de ver, trabajada», ya que «son lugares rudos, es valle abrupto lleno de galerías, de color oscuro, con poco glamur. Es más fácil llevar a cualquier a una playa».
Y ese placer estético está hermanado con el John Ford de 'Centauros del desierto' o 'El hombre tranquilo', con los poemas de Heaney y los de Olvido García Valdés, con el mundo de David Lynch y el subsuelo de 'Terciopelo azul'.
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