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Vaya por delante de cualquier consideración ulterior que la reedición de los tres libros publicados a nombre de Ana Díaz, más la advertencia preliminar y algunas de sus notas, en extremo curiosas, como traductora de 'Guía de casados', del portugués Francisco Manuel de Mello, es ... prueba inequívoca de la dedicación y del profundo amor a la literatura de su responsable, el poeta y editor Jesús Munárriz.
Al margen de que lleve o no razón –desde luego las consideraciones que aporta sobre las pistas que va diseminando con bastante sorna en carne propia, me parecen incontrovertibles, se mire por donde se mire y la escritora no pudo ser una cualquiera, sino alguien de mucho fuste–, con la atribución de las tres narraciones a Carmen de Burgos en respuesta al enigma o acertijo que la propia autora plantea en el, a estos efectos crucial, 'Interludio justificativo' de 'La entretenida indiscreta': «Aquí hay gazapo, y detrás de esta mujercilla alguien se esconde», nos imaginamos el tiempo y esfuerzo que le habrán llevado las cábalas y averiguaciones, pues por lo pronto semejantes pesquisas y escrutinio no pueden ser sino fruto de haber fatigado pacientemente, durante años, librerías de lance o de viejo y catálogos por Internet, más el mucho escrutar y ponderar los textos. Un trabajo además de primera mano, lejos de las habituales maneras académicas, sostenidas a paletadas de bibliografía secundaria, que se coteja como base y deriva en resultado de la investigación.
Sea como fuere, la recuperación de la obra subida de tono, más que erótica, picaruela, que firmara Ana Díaz sería ya de por sí un empeño harto encomiable y un acierto claro, aunque sólo fuera por su expresión sabrosa, bien sazonada, diríase que adobada, en la suculenta cocina de los Siglos de Oro, con un punto quevediano, conceptista, que parece salida del bodegón barroco del lenguaje de «ventas y tabernuchas». Su estilo, plagado de dichos, siempre muy bien traídos y encastrados, que moteja como adagios y a menudo embute y enristra a seguido, tiene sin duda mucho salero y desparpajo.
Con frecuencia, lo que no quita la enjundia de su prosa, tal vez se pase de rosca –«¿quién se atreverá con tanto fárrago y jerigonza?»–, pero ella misma se cura en salud y se defiende «de que a las veces use un lenguaje incurioso y desgarrado», acudiendo incluso a la autoironía: «mas como soy parvenida a las letras, andan todavía flojos los muelles de mi discurso, y de ahí la prosa crespa y el estilo hinchado, altisonante, ampliativo, lleno de encajes y perifollos, que al evitar la concisión obscurece el pensamiento». En todo caso, visto desde hoy, me da la impresión de que es tanto más interesante cuanto menos estupenda se pone, si bien el placer que procura ese castellano que humildemente denomina mazorral, desusado, con una riqueza léxica y gramatical impresionante, es una maravilla. De cualquier modo su afición a la floritura verbal no obsta para que, siguiendo la célebre máxima de Hipócrates, aplique el bisturí, sin anestesia ni paliativos, a la sociedad de su época, pese a que se distancie y reniegue del naturalismo en crudo de raigambre zolesca, de su «lirismo fangoso».
Lo que también está fuera de toda duda es el amplísimo bagaje literario de la autora, al alcance de muy pocos, que se pone de manifiesto en combinación, abrupta y exquisita al tiempo, con los giros coloquiales comentados, a modo de «tumultuaria erudición». Así acude a decenas de referencias: Mirbeau, Hebbel, Baudelaire, France, Borrow, Mencio, Sterne, Ibsen, Eça de Queiroz, Catulo, Petrarca, Schopenhauer…, por no citar a autoridades de cualquier período de las letras patrias, cultas o populares, incluido el suyo, que calibra a la perfección, leídas y conocidas al dedillo.
El libro recoge las tres narraciones que vieron la luz bajo el seudónimo, procedente de un personaje del 'Guzmán de Alfarache', de Ana Díaz. La primera en cuanto a su edición original, ya citada, 'La entretenida indiscreta', cuya acción casi termina, por cierto, en el balneario de Medina del Campo, famoso en la época, con la protagonista «escandalizando a unas cuantas señoras del agro castellano, hediondas y mal pergeñadas» –como ven la prosa tiene ingenio, gracia y mala leche a partes iguales–, tiene vagamente forma de autobiografía con aire picaresco. Es un intento novelístico que califica como «apurada empresa», de la que sale muy airosa.
La segunda por orden de aparición, escrita teóricamente cuando la protagonista del libro anterior, ya retirada, levanta acta del «comercio de galantería», es 'Guía de cortesanas en Madrid y provincias', tratadillo «para mujeres madrigadas y ya curtidas» en dos partes, una madrileña y otra por el resto de ciudades representativas de la piel de toro hasta Lisboa y un vistazo a Hispanoamérica, una suerte de manual de corte digamos ensayístico, si bien su teórico didactismo, que rezuma retranca a granel, se pierde, si no se da la vuelta a la manera del 'Libro de buen amor', al endilgar razonamientos, recomendaciones propedéuticas y consejos, muchos con escolio y meditación arrimándose a los libros ascéticos o místicos, a fin de controlar los entresijos del negocio de la cachondería o mancebía, a la que tilda como de «noble y rancio abolengo». Resulta, al cabo sobre cómo conducirse en «esta feria de vanidades que es el mundo», lo que ahora se consideraría una filosofía vital, desde la óptica de «la putería», pero que valía, y vale, para la mujer en general, para saber defenderse. Y no creo que Carmen de Burgos anduviera errada.
La última, 'La imperfecta casada', lejos del «cascote sentimental», es un estudio completísimo y defensa en toda regla del adulterio con desembocadura y estrambote en el caso de Emma Bovary, a la que dedica una despepitada y desopilante oración final. En su conjunto contempla avisos, precauciones, inconveniencias, añagazas en las citas, causas que condicionan la infidelidad o clasificación en virtud de su naturaleza y de las diversas clases sociales que la practican. Incluye un extenso y brillante, a más de curioso en este contexto, panegírico de «la madre Teresa de Ahumada», en desagravio por el desprestigio que acababa de endosarle Salaverría. Denosta tanto lo sicalíptico pornográfico, por exótico, como lo castizo, por raso. Nos da noticia de las nuevas mañas dadaístas y ultraístas. Prueba su atinado olfato literario, que no le falla nunca: critica, por caso, que «no se lee a Galdós, pero a cambio se lee a Pérez Escrich» dentro de un inmejorable inciso político-cultural en torno a la Restauración y a la Regencia, para ella yermo y páramo sin igual, «madriguera de caciques» aquella, «semillero de frailes» esta ... ¿Quién, aparte de todas las pruebas textuales esgrimidas, sino Carmen de Burgos sería capaz en aquel momento de semejante alarde erudito y literario llevado a cabo con un pulso estilístico tan sobresaliente?
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