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Uno de los dos accésit ha sido para Versos perdidos en un desván o, por fortuna, versos hallados en el Jaime Gil de Biedma entre la infinidad de poemarios que concurrieron, y hallados en razón de que su latido, revelación de silencios hondos, iluminó de ... emoción, una emoción cuajada en el crisol de la cultura, las deliberaciones, primero del pre jurado y enseguida del jurado, unos y otros ganados por la lumbre de misterio que los vertebra, un misterio envolvente y una emoción transida en las sutileza de la memoria en penumbra y los argumentos intemporales de la cultura.
O sea, misterio, emoción, sutileza, memoria y cultura, valores intemporales que saliendo al encuentro del lector despliegan sus alas desde el comienzo:
Ese sol, esas sombras que se sienten tan lejos,
en el fondo del aire … Las nubes que florecen
y auguran la tormenta, y a los pájaros
obligan a ocultarse … Esos lobos
que aúllan cuando asoma el viento norte. El brillo
glacial de los heleros, la fecunda
ceniza de nuestros restos en los bosques lúgubres,
envueltos en la bruma.
[…]
Ese sol, esas sombras, la caricia del aire, el aleteo de mitos, crepúsculos y esplendores. Las nubes floreciendo en aviso de tormenta y la huida veloz de los pájaros o la memoria rescatando del olvido esas emociones que, sentidas y borradas, a todos se nos ocultan, pero que vuelven cuando las nubes del alma se cargan de presagios. El aullido del lobo, la soledad arisca y los enigmas del frío o las leyes del silencio vibrando corazón adentro. Los heleros –que palabra tan hermosa-, esas masas de hielo aposentadas en lo alto de las montañas, inmediatamente por debajo de las nieves perpetuas. …
Estamos ante un poeta que vuela tan alto, tan alto que, a la manera de san Juan, da al sentimiento alcance, fecundando los restos de consunciones (palabra final del poemario) que convocadas por sus versos regresan convertidas en poema, poemas de sol y poemas de sombras. Recuérdense los dos últimos versos del comienzo, acabo de citarlos:
ceniza de nuestros restos en los bosques lúgubres, envueltos en la bruma.
Apenas iba en la primera lectura por el verso octavo cuando ya estaba inmerso en la certeza de que, contra el espejismo de tantos brillos fugaces, la plenitud habita, por ejemplo, en la fe que movía a un buscador de tesoros, hacia 1120, a introducirse, desafiando la ira de los guardianes de la Gran Pirámide, en el dédalo de sus galerías oscuras, imagen cabal del hombre furtivo que, guiado por el candil vacilante de la conciencia, persigue unos arcanos que nunca conseguirá descifrar.
En definitiva, Jesús Aguilar Marina o la renovación de los modelos clásicos desde los símbolos tradicionales y la depuración expresiva. Poeta de trayectoria ya muy consolidada que irrumpió por derecho en el panorama poético en 1971 con Horizontes agotados, en cuyas páginas comenzó a liberar la voz del «tropel de pájaros» que lleva en el pecho («Tan solo»), aldabonazo a continuación renovado en Crónicas apócrifas, El jinete nocturno o Andenes y, volviendo a los pájaros que hacen nido en la razón de sus quimeras, en Pájaros de la luz y la lluvia, premio Gerardo Diego 2014, galardón antecedido por el accésit del Juan Ramón Jiménez de Huelva (La luz de los pantanos, 2002) o el León Felipe de Zamora (Andenes), suma y sigue de versos rescatados «de los pozos secretos donde espera/la blanca estrella de la desnuda poesía», como él mismo dice en «Sueños a la orilla del Mar», suma y sigue que ahora ha desembocado, por sus sílabas bien medidas, en este accésit del Gil de Biedma y en Visor, donde es bienvenido.
En cuanto al segundo accésit, ganado por David Refoyo por El fondo del cubo, en El Adelantado de Segovia y el pasado 8 de octubre su director, Ángel González Pieras, que es –y quiero subrayarlo- un lector de poesía sagaz y muy al corriente de obras y autores, partía de la sorpresa: me ha llamado la atención, escribió, «la presencia entre los premiados de David Refoyo, uno de esos poetas que no tienen de normal cabida en las ediciones comerciales», aunque a renglón seguido incidía en que Elena Medel, a su juicio (que comparto) «poeta y editora con especial sentido del olfato para los poetas interesantes le ha publicado» en La Bella Varsovia, una de las colecciones «más atractivas del actual panorama», por cierto, «junto con la segoviana La uÑa RoTa».
Sin duda tiene razón el director de El Adelantado, la tiene o la tuvo: hasta la hora presente David Refoyo publicaba en los márgenes del sistema comercial, márgenes, a mi juicio, a los que siempre conviene estar muy atento, porque son los espacios de renovación y sorpresas, con obras y autores que centellean hasta traspasarlos, función de vasos comunicantes que cumplen, o que debieran de cumplir, entre otras instancias, los premios de poesía y que determina la vocación y el destino de este, acogido al nombre transgresor de Jaime Gil de Biedma, certamen en consecuencia que reconoce y celebra la excelencia afianzada al tiempo que anticipa, impulsa y alienta el júbilo de lo nuevo.
O sea, David Refoyo con El fondo del cubo.
Al hacerse público el fallo, uno de los integrantes del jurado, Juan Manuel de Prada, impenitente y lucido lector de poesía, novelas las suyas con la urdimbre y el magisterio de la palabra poética, explicó, coincidiendo e intensificando cuanto yo acababa de señalar, que se trata «de un libro metapoético, escrito desde la lucha por la vida», muy potente y conmovedor hasta el extremo del desgarramiento. Un libro, añadió, «que golpea el alma y el corazón, poesía social y poesía personal que nace de una experiencia dura y que ha crecido sobre las cenizas de una infancia difícil».
El fondo del cubo: el título es bien elocuente. Y un cubo cuyas intensidad social y osadía expresiva salen del agua sucia que a la vuelta de los trabajos y los días empañaba el fondo del cubo después de que su padre, y él con su padre, hubieran limpiado los cristales de los escaparates y espejos de la ciudad levítica. «Por una poesía sin pureza», como explicó Pablo Neruda en la histórica primera página de una revista poética trascendental: Caballo verde para la poesía, estampada artesanal y creativamente por Concha Méndez y Manuel Altolaguirre en octubre de 1935. Recordemos las palabras clarividentes de Neruda:
Es muy conveniente, en ciertas horas del día y de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. […]
La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas […]
Así sea la poesía que buscamos, gastada cómo por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y azucena, salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley.
Una poesía impura …
Desde estas palabras de Neruda, vengamos a la poesía de Refoyo, mirando a El fondo del cubo, en homenaje a Miguel Delibes, novelista del hombre castellano y sus trabajos, por el poema titulado «Los santosinocentes»:
Cogíamos el agua de las fuentes públicas
yo que nací en mil novecientos ochenta y tres
que lo tuve todo al alcance
la escarcha sobre los dedos y el mismo sudor de cada verano
con el que pagaba la matrícula
pero robábamos el agua de las fuentes como los gitanos del extrarradio
y limpiábamos cristales
este calle hijo nos pertenece
veintitrés comercios veintitrés familias
[…]
antes de las diez posábamos el cubo sobre los escaparates
ellos vendían zapatos y camisas que no podíamos comprar que
anhelábamos mientras pasábamos la gamuza
Poesía impura. Entre tanta perfección de hielo y tanto jugueteo oxidado de la poesía española actual, la poesía de Refoyo es necesaria.
Y finalmente el premio, conquistado nada menos que por Gioconda Bellí, escritora de implantación mundial, con «El pez rojo que nada en el pecho», para empezar con el cual se impone dar un salto de lugar y tiempo.
Managua y 1972, víspera de Navidad: contra «mi pobre ciudad, engalanada para la Nochebuena», noche oscura del alma, que diría San Juan de la Cruz, se desató el abrazo mortal de un terremoto devastador. El suelo se abría, las casas volaban en pedazos, llovían los cristales. Sin luz y a tientas, con las paredes derrumbándose y las escaleras desapareciendo bajo sus pies, «cuando por fin logramos salir [a la calle] por una hendija, nos recibió la visión apocalíptica de un cielo rojo, denso. La ciudad sumergida en una nube de polvo».
Así se recordó Gioconda Belli en una de las páginas estremecedoras de su estremecedor libro de memorias, memorias de desvelos y angustias, pero memoria también de renacimientos, El país bajo mi piel.
Así se recordaba ella, y así la tengo presente yo a través de su literatura, literatura de vida contra la muerte, de afirmación contra las negaciones. Indemne y altiva contra los cielos rojos de la destrucción, los incendios y las persecuciones. Mujer de luz entre nubes de polvo.
Nicaragüense que siente, habla y escribe en el español de Rubén Darío, santo y seña del modernismo literario que marcó decisivamente la Edad de Plata de la literatura española, su pequeño país poéticamente es inmenso
Nicaragüense son, entre otros, Carlos Martínez Rivas, el maestro de La insurrección solitaria.
José Coronel Urtecho, el poeta vanguardista de Pol-la D´Ananta, Katanta, Paranta, hombre de extremos que a partir de 1959 se recluyó con su esposa en un rincón de la selva tropical, consagrado a la escritura y la reflexión, amigo de Luis Rosales, que tanto me habló de él.
Ernesto Cardenal, el demiurgo de Canto cósmico, el cantor de Salmos, el profeta de Oráculo sobre Managua, la voz telúrica de Somos polvo, ministro sandinista de Cultura (1979-1990), que falleció a comienzos de marzo de este mismo año y fue enterrado casi en secreto en la isla Mancarrón, en su bien amado archipiélago de Solentiname del Lago Cocibolca, debajo de la piedra donde yacen siete guerrilleros locales, … enterrado casi en secreto para «evitar una profanación» de partidarios del gobernante Frente Sandinista, como ocurrió en la misa de cuerpo presente oficiada en la Catedral de Managua, con Gioconda Bellí acosada, implacable el régimen de Daniel Ortega con sus antiguos compañeros, compañeros de sueños, que no cómplices de su pesadilla.
Carlos Martínez Rivas, decía, José Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal, río de poetas que desemboca en Gioconda Belli. Nicaragua, universo de poetas y conjuro de volcanes. En fecunda consecuencia, poesía volcánica la de Gioconda Belli, poesía volcánica con versos de fuego (Línea de fuego, su segundo poemario, recibió en 1978 el Premio Casa de las Américas) que -son sus palabras- «me asaltaban todo el día». Es una reflexión muy interesante la que ella hizo en los albores de su poesía: de repente, «abiertos los diques», los diques del corazón, «emociones que creía olvidadas emergían a la superficie desde mis profundidades» (pp. 177). «Mis versos», añade, «eran las boyas donde anudaba los recuerdos para que la marea no se los llevara».
Y esa marea trae recuerdos, los trae y se los lleva mientras el mar de la vida sigue latiendo:
Como el mar
el tiempo viene
dejando en nuestra playa
su carga de moluscos y de flores marinas
y después nos despoja
regresa al horizonte
y sobre nuestra playa
ya ni las huellas quedan
de aquel largo paseo
sobre la larga arena enmudecida
Vuelvo a mi aliento
de mujer entre diques
de laguna profunda.
Tú ya pasaste
Y el agua con su lengua de horas
te deshace.
La mujer habitada, mujer entre diques de laguna profunda, ha vivido en el temblor de todas las encrucijadas, las del amor y las de la muerte, las de la entrega, las de seguir adelante, las de la liberación «en la vida de todos los días», herida pero intacta en la precariedad de los sueños, creyente –siempre creyente- «en mañanas posibles», poeta de las nubes monumentales de Nicaragua, poeta de sus atardeceres infinitos, cuando el día se abraza con la noche y se funde con ella, noche de noches, con la vela encendida para mirar de frente los ojos del sueño sin engañar ni engañarse:
Si eres una mujer fuerte
prepárate para la batalla:
aprende a estar sola
a dormir en la más absoluta oscuridad sin miedo
a que nadie te tire sogas cuando ruja la tormenta
a nadar contra corriente.
Acabo de citar, tras las huellas imperecederas del gran Rubén Darío, a Carlos Martínez Rivas, a José Coronel Urtecho, a Ernesto Cardenal. Y me dejé, entre otros, un nombre imprescindible: Pablo Antonio Cuadra. Lo hice deliberadamente, para singularizarlo ahora.
Poeta que en Nicaragua lo era todo, Pablo Antonio Cuadra introdujo en la sociedad literaria a la jovencísima y entonces absolutamente desconocida Gioconda Belli por la puerta de grande del suplemento literario de La Prensa.
A sus manos había llegado un manojo de sus primeros poemas –«los escribí anoche, me salían como conejos del sombrero», confesó a su primer lector», Bosco, el Poeta, quien la incitó a escribirlos. Leídos con sorpresa, Pablo Antonio Cuadra no lo dudó ni un instante: quince días después esos poemas aparecían, presididos por su retrato, a página entera en «La Prensa Literaria».
Me imagino el estupor de Bosco Parrales, director de la agencia de publicidad en que ella trabajaba (JB y Asociados), cuando Gioconda Belli le confió aquellos poemas iniciales.
No me cuesta trabajo suponer la conmoción de Pablo Antonio Cuadra al recibirlos, y entiendo perfectamente su decisión de otorgar a una autora absolutamente novel nada menos que una página de prestigio en uno de los mejores suplementos literarios del español sin fronteras.
Me imagino sin dificultad la sorpresa incendiada de Bosco y comprendo perfectamente la conmoción de Pablo Antonio Cuadra, porque eso mismo sentí yo –sorpresa y conmoción- en cuanto inicié la lectura, insisto: en cuanto la inicié, de El pez rojo que nada en el pecho, poemario que hacía el número 673 del total de 1750 presentados al Premio.
673 sobre 1750, permítanme recalcarlo. A esas alturas, separando el trigo de la paja, yo leía con prisa para tener cuanto antes una idea cabal del conjunto. Bueno, pues adiós a las prisas. «Parada y fonda», decimos en España.
«De la increíble intensidad de un cuerpo», se titula uno de los poemas que lo abren. Pues de la increíble intensidad de un libro, diría yo ahora. Amor y desamor; nostalgia y dureza, dulzura y apagamientos: «vivir de acuerdo con el corazón tiene su precio, pero no tengo madera para vivir de otra forma» (El país bajo mi piel, p. 33). La mujer fuerte y la mujer zarandeada por la pasión, «habitante milenaria/de la precariedad de los sueños» que a solas se dice «anhelo el rincón de tu hombro/ llorar sobre tu espalda/ atracar mi barco en el dorso de tu brazo/ península de mi esperanza»
De mi esperanza y de todas las desesperanzas.
Amor y nostalgia, atardeceres, nubes, amaneceres y soles. Y a su lado la voz de los heraldos negros, con poemas tan estremecedores como el de «Las asesinadas», alegato cargado de dolor contra la violencia machista desde la militancia en un feminismo legítimamente orgulloso, porque a Gioconda Belli, mujer de combate que se jugó la vida contra el somocismo y que ahora mismo la tiene en vilo frente al nuevo sátrapa nicaragüense, nadie puede discutirle que vaya con su verdad por delante. Y yo desde luego comparto ese anhelo suyo: «ya ha llegado el momento de que hombres y mujeres dejemos de temernos».
En fin, y como señalo desde el título, tres grandes libros, de estéticas muy diferentes, para un gran premio, el Jaime Gil de Biedma de la Diputación de Segovia.
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