![Cuando la tierra se estremece](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202302/18/media/expo-bilbao.jpg)
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Begoña Gómez Mora
Sábado, 18 de febrero 2023, 12:53
El terremoto de Crimea de 1927 se originó a unos veinte kilómetros de la costa. El gas natural que abunda en el subsuelo salió a la superficie y algunos testigos, a decenas de kilómetros de distancia, hablaron fascinados de columnas de fuego que incendiaban el mar y el cielo. La noche del 11 de septiembre, cuando se produjo el mayor seísmo, muchos lugareños -que, por lo general, no tenían ni el tiempo ni la disposición ni la costumbre de andar con semejantes zarandajas- no pudieron evitar reparar en la puesta de sol: «La parte occidental del cielo brillaba con una luz anaranjada, que se reflejaba sobre la superficie de la bahía. El resplandor en el agua era tan brillante que el caballo se desbocó tratando de huir de la orilla. Tras ocultarse el sol, se desató una tormenta. Luego, el cielo se despejó y brilló la luna llena».
Nada de ese espectáculo de la naturaleza aparece en el lienzo que Kuzma Petrov-Vodkin pintó un año después. Con 'El baño del caballo rojo' el artista había vaticinado en 1912 el inminente terremoto -social y político- que pronto sacudiría Rusia. En 1914 había representado un huracán como un cielo fragmentado y amenazador que se abría sobre las cabezas de tres figuras que corren despavoridas. En su interpretación del terremoto de Crimea, sin embargo, optó por representar a los habitantes de la zona en el momento de abandonar sus casas. Que apenas vayan cubiertos con ropa ligera, camisones y en zapatillas es casi el único indicio que el pintor nos da sobre lo que está pasando, un suceso tan dramático como fue el seísmo de 1927. Por lo demás, salen de las viviendas con calma relativa. Petrov-Vodkin estaba interesado en esa etapa en representar la maternidad y también aquí se detiene en una madre, una figura trazada con sólida resonancia neoclásica que ocupa el foco de atención del lienzo. Unos pasos por delante de ella, un hombre mira al cielo protegiéndose con el antebrazo y otro, en pijama, tiene la presencia de ánimo suficiente para aferrarse al pilar de un edificio, como siempre hemos oído decir que conviene hacer en caso de terremoto.
Casi medio siglo antes, en 1884, Sophie Gengembre Anderson había recorrido el camino inverso. La isla de Capri era por entonces un foco de atracción para artistas y mecenas. El pintor academicista Frederic Leighton, por ejemplo, se convirtió en visitante habitual y pintó un buen puñado de escenas de amaneceres brumosos y vistas de los pueblos recortados entre las rocas sobre el fondo azul del Mediterráneo. Más tarde, el cosmopolita John Singer Sargent, con solo 22 años, también formó parte de la larga lista de bohemios de 'tenedor de plata' que recalaban en Capri o en la cercana costa de Amalfi. A medio camino entre el academicismo y la modernidad de esos dos pintores, Sophie Gengembre Anderson vivió y trabajó en Capri con su marido, el también artista Walter Anderson, desde 1871 hasta 1894. En esos años se registró -medida mediante la, por entonces reciente, escala Mercalli- una considerable actividad sísmica en la zona. Cuando la tierra tiembla no suele ser en vano y el 28 de julio de 1883, uno de los terremotos más mortíferos que allí se recuerdan sacudió la isla de Isquia, otra meca para artistas adinerados situada no lejos de Capri, donde se pudieron sentir las réplicas y algunas alteraciones en las mareas.
La incipiente tecnología telegráfica hizo posible que la desgracia de las 2.300 personas que perdieron la vida y de los miles que quedaron despojados hasta de lo más básico se extendiese con rapidez. Un periodista describió la tragedia de una mujer que, desorientada entre los escombros, solo repetía «¡Ya no me queda nadie! ¡Ya no me queda nadie!» El dramatismo de esa escena debió de capturar la imaginación de Sophie Gengembre, que, lejos de interesarse por la vertiente trágica del mundo, había adquirido cierto renombre pintando edulcorados lienzos, sobre todo, niños rodeados de flores en entornos idílicos. Para expresar la experiencia del terremoto, optó por describir con minuciosidad el drama de esa misma mujer que vaga entre las ruinas y se tiende sobre los escombros como último desesperado intento por acercarse a sus seres queridos.
¿Qué hacer ante semejante tragedia? ¿A quién encomendarse? Desde la Antigüedad ha habido propuestas tanto naturalistas como sobrenaturales para tratar de explicar las catástrofes y darles un sentido. Hubo un tiempo en que los terremotos se atribuían a la fuerza perturbadora de uno o varios de los elementos de Empédocles. Más tarde, la prevención, más que la predicción, era lo más acuciante: esto incluía construir según ciertas normas, pero también rezar en busca de perdón. En la perspectiva católica, san Felipe Neri es el santo protector contra los seísmos. Adquirió ese poder intercesor cuando ya había fallecido y el papa Benedicto XIII (Vincenzo Maria Orsini) atribuyó al santo haberle salvado la vida durante el terremoto de Benevento de 1688. El papa -que mantuvo la más estricta austeridad monacal durante su pontificado, pero sí se permitía la indulgencia de desayunar huevos y, según una teoría, dio nombre así a los huevos benedictinos-, fue rescatado entre los escombros tras el seísmo cuando era arzobispo de la ciudad, un cargo que ostentó durante más de tres décadas.
La apacible ciudad de Lisboa aspira al título de enclave que más veces ha sido arrasado por un terremoto en Europa. Ha sufrido seísmos en 1321, 1356, 1531, ... pero el mayor se produjo el 1 de noviembre, día de Todos los Santos, de 1755. Durante cinco minutos la tierra se estremeció con tal intensidad que se abrieron grietas de cinco metros en el centro de la ciudad, que por entonces contaba con unos 200.000 habitantes. Unos cuarenta minutos después, una ola descomunal entro por la Plaza del Comercio y subió por el Tajo a tal velocidad que hay testimonios de jinetes galopando hacia el Barrio Alto tan rápido como permitía su montura para intentar salvarse. Tuvieron más suerte que las aproximadamente 35.000 víctimas que perdieron la vida. Y la destrucción material también fue devastadora. Obras de Rubens, Tiziano o Correggio se perdieron entre las ruinas de innumerables teatros, palacios e iglesias. La reconstrucción posterior dejó en el estilo Pombalino algunos de los primeros ejemplos de arquitectura capaz de resistir un seísmo en Europa.
A muchos kilómetros de distancia, un joven de 31 años llamado Immanuel Kant, quedó fascinado por el drama del terremoto de Lisboa. Recopiló toda la información a su alcance en descripciones, folletos o grabados y formuló una hipótesis sobre las causas de los seísmos. La teoría de Kant, que implicaba desplazamientos en enormes cavernas llenas de gases, aunque inexacta, fue uno de los primeros intentos sistemáticos de explicar los terremotos en términos naturales y no sobrenaturales.
Al otro lado del mundo hay un archipiélago cuya posición en la corteza terrestre puede dar auténtico pavor si se observa la disposición de las placas litosféricas. Hablamos de Japón, cuyas islas se hallan sobre una de las zonas de mayor actividad sísmica del globo. Esta posición dio lugar a una curiosa respuesta grafica en 1855, cuando un devastador terremoto sacudió la ciudad de Edo (la actual Tokio), que quedó en ruinas. Más de siete mil personas murieron y al menos catorce mil estructuras quedaron destruidas. La tragedia se conoció como el Gran Terremoto de Ansei y, en mitad del desastre, a los pocos días del suceso, comenzaron a venderse por las calles de la ciudad una serie de imágenes impresas apresuradamente. A medida que los días se convertían en semanas, era posible encontrar casi cuatrocientas variedades de grabados relacionados con el terremoto. Eran los namazu-e, un tipo de xilografía en color que representaba al mítico siluro gigante Namazu. Con inevitables ecos de Lovecraft, aunque 100 años antes de que el escritor de Providence insuflara vida en sus monstruos, los grabados sugerían que esta criatura mitológica vivía bajo las islas de Japón, custodiada por el dios del trueno Kashima. Cuando Kashima bajaba la guardia, el enorme pez se agitaba provocando terremotos.
Estas estampas populares, que no llevaban firma y hoy siguen siendo obra de ilustradores anónimos, forman un subgénero de los grabados ukiyo-e y ofrecen una ventana a la conciencia de Japón en una época en la que el país se aproximaba a un inmenso cambio político y social. Para las gentes de Edo, el terremoto no era un fenómeno natural, sino un acto de rectificación. El país ya había sufrido dos grandes seísmos el año anterior. En el sentir popular, Edo se había convertido en una sociedad complaciente y las violentas sacudidas de Namazu tenían el propósito de estremecer un mundo que se había sumido en el desequilibrio. En la perspectiva de sus autores el pez había desatado la destrucción después de que Kashima abandonara la ciudad y pusiera al mando a Ebisu (el dios del comercio y la pesca). Los grabados causaron furor en la ciudad destruida. Había quien los comparaba por su humor y su comentario social; pero muchos creían que proporcionaban algún tipo de protección contra futuros terremotos. Al colgar imágenes del Namazu en casa, de alguna manera hacían las paces con el monstruo. En cualquier caso, las estampas namazu-e adquirieron el valor de talismán y cientos de residentes de Edo las compraron con la esperanza de evitar futuros terremotos. Su poder, si alguna vez lo tuvo, se desvaneció entre miles de referencias míticas y populares, pero su imagen prevalece y el siluro aparece ahora en muchas máquinas de los equipos de emergencia nipones, así como en dispositivos y aplicaciones de teléfono que utilizan para proteger al país.
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Martin Ruiz Egaña y Javier Bienzobas (gráficos)
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